El ejemplo europeo actual, si se consiguiera dar, va a ser poco más que un lavado de conciencia por parte de quien puede permitírselo, lejos de una solución real a los problemas ecológicos globales cuando se va extendiendo la solución occidental previa para salir de la pobreza, una industrialización tan desigual como insostenible.
Más que un Green New Deal, lo que hace falta por parte de las naciones enriquecidas es un Plan Marshall Verde (por seguir con referencias conocidas): crear un fondo internacional para que el resto de países lleven a cabo su desarrollo económico mediante métodos menos contaminantes, generalmente más caros, y también para que los lugares empobrecidos puedan prevenir los efectos de la sobre-explotación del planeta que sufrirán sin haber sido los principales causantes del problema.
Informe de Oxfam Intermón |
En realidad el Plan Marshall tuvo como objetivo de fondo prevenir la expansión del comunismo y allanar el camino de una globalización presidida por los intereses del capital estadounidense. No fue un gasto sin contrapartida sino una inversión con rédito político y económico. Y es precisamente su eficacia para orientar la política económica internacional en un sentido concreto lo que podría sernos útil hoy día. Ese método de prevención puede aplicarse del mismo modo aunque varíe el propósito. Ahora la amenaza -para todos los países- no es otra que el rebote ambiental de un crecimiento económico irrestricto. Y una inversión decidida podría reorientar la iniciativa económica de quienes nos siguen los pasos, aportando cierta justicia compensatoria a la vez que un futuro conveniente para todos.
De momento sólo tenemos un Fondo Verde para el Clima, muy deficiente, como se explica en el informe de Oxfam Internacional, y muy alejado de lo que sería necesario. Pero también es un fondo muy alejado de lo que sería posible cuando el capital flotante en busca de inversiones rentables se acumula sin fin y sin finalidad formando una nube especulativa que no encuentra oportunidades suficientes para hacerse útil en un mercado global sin plan alguno, hasta el punto de que incluso se llega a invertir en deuda pública con interés negativo pero considerada segura.
De hecho el plan económico que necesitamos no es un mero plan de recuperación o de adaptación para los más empobrecidos y potencialmente damnificados sino que, para ser efectivo, tendría que abarcar sobre todo a los países que ya están desarrollándose con fuerza sin llegar a las primeras posiciones del ranking económico, y que no van a ceder en este empeño sólo porque otros no quieran que se queme su carbón -otros que antes quemamos el nuestro y el que compramos-. Para que su desarrollo transite por otras vías necesitarán la ayuda de los países enriquecidos, participando en una política económica común:
fiscalidad verde, aranceles compartidos frente a los que no quieran entrar en la cooperación, instituciones políticas transnacionales para gestionar estos compromisos (al igual que la OMC marca pautas vinculantes para el comercio, o al igual que el FMI consigue modificar una y otra vez -en ese caso perversamente- las políticas de los países que reciben su ayuda financiera), etc., etc..
Todas las regiones del planeta saldrían beneficiadas con esta reorientación.
Por su parte, las primeras potencias económicas harían mejor en apostar por un Green New Way, un nuevo camino menos insostenible (más que por el Green New Deal, o crecimiento verde), es decir, otra forma de avanzar hacia el futuro con la que se reduzca el consumo de materiales y la obsesión productiva en favor de actividades motivadas por la voluntariedad y una vida más autónoma. Y sin perder de vista, además, que este cambio ha de ser inclusivo y redistributivo también aquí, donde la desigualdad y la precariedad no permiten hablar de un solo occidente. Como en el caso del Plan Marshall, más que la cuantía del dinero que se ponga sobre la mesa para realizar pactos verdes de transición interna, importa su orientación, cómo se canalice, cuál sea el nuevo camino que determine esa inversión. Y eludir la exclusión social sin necesidad de aumentar el volumen de nuestra producción sería la inversión más efectiva de cara a reducir nuestras emisiones.
Una política fiscal como la que sugiere Piketty podría llevarse a cabo si se diera una concertación internacional que eludiera la competencia recaudatoria a la baja entre naciones con la que se pretende atraer capitales. Pero ahora el objetivo de estos nuevos fondos no debería ser reforzar el crecimiento sino obtener los recursos necesarios para reorientar nuestro sistema productivo hacia uno menos insostenible sin dejar de favorecer la inclusión económica y una menor desigualdad.
Al margen del sistema político que adopte cada país o de lo que cada uno consideremos ideal, el acuerdo para esta política económica común habría de anteponerse como una emergencia equiparable a la llegada de un meteorito (de lenta difusión) o a la prevención de una nueva forma de destrucción mutua asegurada. Ninguna mejora social de cualquier clase tendrá mucho futuro si no acordamos en común cómo salvar este escollo ambiental. Creo que en general no se asume la realidad, y existe una inadecuación entre la dimensión del problema y el alcance de las soluciones propuestas hasta ahora.
Cuidar en común la atmósfera compartida y afrontar la crisis ecológica -no sólo climática- que vamos a sufrir requiere importantes cambios en el sistema productivo. Esto hace que la cooperación internacional necesaria vaya más allá del acuerdo marginal para un problema concreto. Requiere la implicación de la política económica, lo más decisivo de cada nación, el corazón de su política. Es decir, requiere coordinar nada menos que una política económica transnacional.
Pero el mundo sigue inmerso en la rivalidad en pos de la capacidad económica, con los estados pugnando por acrecentarla, maniobrando para ello más alá de sus fronteras y utilizando la propia política económica como un arma de su geoestrategia, mientras las multinacionales elijen bajo qué leyes operar como en un mercadillo de naciones. Y lejos de tender hacia el federalismo, el confederalismo o alguna forma de cooperación para asuntos de importancia global, los estados-nación están reforzando su faceta nacionalista.
No importaría mucho el número de estados en los que nos dividamos si los mismos fueran capaces de afrontar en común problemas comunes como los de la atmósfera, los océanos, la extinción masiva de especies o también los derechos humanos entre otros. Pero sumidos en el automatismo de una lógica diseñada para la competencia que no se pone en cuestión, jamás lograremos mitigar el problema o siquiera una adaptación razonable.
Pero el mundo sigue inmerso en la rivalidad en pos de la capacidad económica, con los estados pugnando por acrecentarla, maniobrando para ello más alá de sus fronteras y utilizando la propia política económica como un arma de su geoestrategia, mientras las multinacionales elijen bajo qué leyes operar como en un mercadillo de naciones. Y lejos de tender hacia el federalismo, el confederalismo o alguna forma de cooperación para asuntos de importancia global, los estados-nación están reforzando su faceta nacionalista.
No importaría mucho el número de estados en los que nos dividamos si los mismos fueran capaces de afrontar en común problemas comunes como los de la atmósfera, los océanos, la extinción masiva de especies o también los derechos humanos entre otros. Pero sumidos en el automatismo de una lógica diseñada para la competencia que no se pone en cuestión, jamás lograremos mitigar el problema o siquiera una adaptación razonable.
En fin, que el pesimismo no ciegue la comprensión de lo posible. Señalemos el camino. Seamos posibilistas. Si bien en el mundo predomina una rapiña global entre bandas organizadas que imponen sus leyes donde pueden (incluso cuando la banda toma sus decisiones en parlamentos democráticos pero fieros allende su jurisdicción, como hacían muchas bandas de piratas), las multitudes también son una fuerza que los poderes interesados en que nada cambie vigilan y temen, y con la que tienen que negociar, incluso en regímenes autoritarios, porque saben que las masas pueden perturbar sus planes si se inquietan demasiado.
Lo importante es que esa inquietud responda a motivos de conciencia y de realismo, de sostenibilidad y de humanismo frente a la indiferencia por lo humano de la mera rentabilidad.
El camino pasa por que la multitud una sus fuerzas más allá de su tierra particular, por la atmósfera común, para abolir la trajedia del mercadeo con ella.
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