29 jun 2011

Mercadillo de naciones

No todos los analistas neoliberales son vocingleros demagogos dedicados a los chistes despectivos y a satisfacer emocionalmente a su público ganado. Los hay que saben escribir con sencillez, con educación y poniendo argumentos. Se dirigen a un público que se tiene por inteligente y serio. Leyéndolos uno puede acceder al ideario oficial del sistema hegemónico. Su omnipresencia en los principales medios de comunicación se nos vende como el consenso del sentido común, aunque su unanimidad se asemeja más al dogma de un régimen dictatorial. Son lo que podríamos definir como neoliberales que creen en lo que explican. O eso parecen. Pero esto es lo peor, porque sus ideas se venden muy bien empaquetadas en la apariencia de sensatez, la "sensatez" que sin embargo nos ha llevado al desbarajuste actual.

Lo curioso es que a menudo también trabajan para grandes empresas o entidades financieras gestoras de fondos multinacionales. No sabemos cuanto cobran por los servicios prestados a estas entidades que sin duda tienen mayor capacidad financiera que los medios de comunicación, pero sorprende que estos medios no solo no ocultan el cargo del analista en cuestión sino que incluso a menudo lo muestran para lucir el “nivel” de lo que ofrecen. Por nuestra parte, los lectores debemos tener presente que tanta inteligencia no está al servicio de la información veraz sino al de quien más paga porque da la casualidad de que esas lumbreras unánimemente defienden la búsqueda del interés económico propio como patrón de conducta. Los listos siempre engañarán mejor, y en este caso omiten el conflicto de intereses entre sus dos empleos para luego descartar cualquier posible conflicto de intereses entre el beneficio de sus pagadores y la sociedad.

En realidad la economía es una ciencia muy sencilla. En condiciones normales, todos sabemos distinguir lo que nos conviene y lo descabellado, así como lo justo y lo injusto. Por eso quienes desean estafarnos deben basar su engaño en una sofisticación ininteligible y en la ocultación de datos, al igual que los supuestos magos basan sus trucos en la distracción del espectador. Desde los timos callejeros a las estafas supranacionales. Y quienes más recursos tienen, pueden disponer de los mejores prestidigitadores. Son legión. Sus carreras “tienen salida”. Y algunos incluso se creen “magos” de las finanzas.

Pues bien, cada vez que estos anaListos hablan sobre los problemas económicos actuales sus argumentos acaban, tras varias vueltas, apoyándose en el mismo punto: la competitividad del país. Desde su punto de vista, favorecer la redistribución (mediante subidas de impuestos a las rentas altas o con una mayor participación de los salarios en los beneficios) siempre es algo insensato, (tanto en épocas bonanza-burbuja como en épocas de crisis). Esto es así porque haría huir de aquí a los inversores. Ese es siempre el argumento final. No puede haber políticas sociales, ni dinero para la ley de la dependencia; no podemos participar más de los beneficios del sistema (que los grandes capitales han multiplicado) porque con tales medidas se hundiría la bolsa y los empresarios, nacionales o foráneos, huirían llevándose el empleo. Y por supuesto, cuando ha habido superávit este debía aprovecharse para aumentar la competitividad nacional reduciendo impuestos al enriquecimiento. Y así se hizo. Las actuales reglas del juego global han puesto muy fácil ser analista y mostrar cómo adaptarse a las mismas. Otra cosa es plantear soluciones. No les pagan por eso.

Quizá en las reivindicaciones que se plantean a los gobiernos no se incide lo suficiente en este punto clave que fomenta el desastre social y ecológico: la competitividad entre naciones, entre territorios parcelados con leyes diferentes pero con libertad de movimientos económicos. Es esta competitividad la que hace imposible cualquier beneficio social del progreso o cualquier restricción ecológica al productivismo. Al globalizarse los mercados de capitales, de modo que cualquier capitalista pueda poner su dinero o sus empresas allá donde le resulte más barato, estos propietarios tienen muy fácil chantajear a los gobiernos para que hagan las leyes a su medida. Son como clientes eligiendo la mejor tienda. Y lo peor es que no son necesarias personas malvadas maquinando un complot secreto sino que el sistema funciona automáticamente, por sus propias reglas, con tu propio dinero, con los ahorros de todos. Los gestores de los fondos o del capital de los bancos se limitan a trabajar devanándose los sesos para ver cómo pueden sacar más rentabilidad al dinero que gestionan. Y entre otras cosas, eligen en qué país es más interesante poner su dinero o financiar un proyecto. Por supuesto, el beneficio no es igual para todos los participantes de esos fondos amorales. Los grandes inversores pueden manejar el mercado a su favor y, si la apuesta les sale bien, ofrecen una calderilla a los participantes menores pero multitudinarios que les presten algo más para jugar.

Después de décadas abriendo el mercado internacional que facilita el chantaje a los estados, estos se han quedado sin capacidad para recaudar fondos entre las grandes empresas y los huidizos capitales. Y detrás de todos ellos están los últimos buitres que ahora perciben el olor a cadáver entre los sectores públicos. Solo mediante el endeudamiento los estados pueden sostener a duras penas los bienes públicos y los derechos sociales conquistados en el pasado, cuya pérdida se contradice con el aumento general de la productividad. Pero el endeudamiento basa su negocio en los intereses, y estos solo pueden obtenerse -provisionalmente- de un empobrecimiento mayor de la sociedad, iniciando el camino de la esclavitud laboral, la desprotección y la exclusión social. Los carroñeros se disputan el fiambre prestando su dinero a los aún moribundos estados en las leoninas condiciones que les darán la puntilla final.

Este sistema de expolio debería ser cortocircuitado mucho antes de que la población padezca innecesariamente su crueldad residual. ¿Dónde ha de ponerse el límite para que estos juegos de productividad financiera y chantaje a los parlamentos no vulneren impunemente la Declaración Universal de los Derechos Humanos, (apenas conseguidos si tenemos en cuenta los artículos 22 y 25)? ¿Por qué no declarar ilegítima una deuda en el momento en que es necesario empezar a socavar los derechos sociales para devolverla? Quien invierte asume incertidumbre, y no es aceptable paliar sus desvelos con miseria social. ¿Qué mérito habría en invertir entonces? ¿Qué cuidado debe poner quien invierte a sabiendas de que si va mal todos pagamos?

En realidad, en lugar de hablar de un límite a la pobreza, lo correcto sería que los sistemas públicos volvieran a ser financiados mediante una mayor y más progresiva tributación. Esto, junto a unas leyes laborales redistributivas, favorecería la inclusión social, la ampliación de oportunidades y la riqueza social, además de evitar la acumulación de un excesivo poder especulativo que se vuelve poder político en manos de intereses expresamente egoístas. De este modo podría evitarse que para cubrir las necesidades básicas, como la vivienda, la sociedad deba recurrir a los prestamistas y su guadaña, el euribor. ...Pero ya sabemos lo que opinan los economistas “sensatos” que han traído en brazos el sistema vigente. Todos ellos, ahítos de “inteligencia innovadora”, se limitan a poner el espejo y muestran la realidad: con las leyes (globales) actuales no se puede hacer tal cosa porque este país quedaría relegado. Así en todos los países.

¿Cuál es la solución? Lo primero es que los ciudadanos del mundo entero tomemos conciencia de que esta no es una batalla entre estados sino la disputa por el bien común entre una gran mayoría de población y una élite de plutócratas impasibles y corrompidos hasta el tuétano. No es casual que la derecha insista tanto en el nacionalismo y la patria, que nos deja divididos y debilitados, a la par que actúa en todo el planeta manejando capitales sin bandera, y viviendo en las zonas más exclusivas de todos los países, incluyendo los más pobres. Debemos superar este mercadeo con naciones enteras que se venden de saldo  como en un rastro.

¿Estamos dispuestos a cambiar nuestra mentalidad "nacional" para admitir, promover y exigir otro tipo de convivencia entre los pueblos del mundo? No es una revolución bolchevique. Es sólo cambiar algunos supuestos básicos de la humanidad actual y demandar su adecuación práctica. Pero creo que ni siquiera lo tenemos claro, que no se incide lo suficiente en esta clave que llamamos globalización.


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[Edito para añadir esta serie de entradas posteriores publicadas en el blog de la asociación Autonomía y bienvivir en las que, además de volver a analizar el problema, abordo el posible camino de salida:]


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Un ameno e instructivo viaje desde Argentina a Grecia pasando por Ecuador:

Deudocracia

2 comentarios:

Alberto dijo...

fantastico!

Anónimo dijo...

Muy explicativo. Txomin