18 jun 2011

El fin de los mercados. 1- Retroalimentación necesaria

Cuando se abre un nuevo mercado, este da inicio a una especie de juego, con principio y final, en el que la desigualdad entre los participantes va creciendo hasta desembocar en la dominación económica de ese mercado por parte de unos pocos vencedores y la exclusión o asimilación de los vencidos. Esto es válido tanto para el mercado de un nuevo producto o servicio como para el mercado global que lleva décadas abriéndose. Durante el transcurso del “juego” una cantidad creciente de participantes van quedando relegados, esquilmados y finalmente excluidos por el mero hecho de que cada capital busque crecer. Se trata de un proceso de selección excluyente y de fusiones o absorciones cuyo resultado, pasada una fase intermedia de gran competitividad, deriva en un oligopolio o en un monopolio que domina el mercado y empobrece al resto. Este es el es desarrollo natural de un mercado libre desregulado. Aunque al inicio predomine una competitividad que aparente profusión de oportunidades, esta va decreciendo por el incremento de tamaño de las empresas que van prevaleciendo, y hacia el final los participantes dominantes ya pueden mantener su hegemonía mediante el control del propio mercado, comprando o hundiendo con mucha facilidad a los participantes menores. La competitividad y la innovación no son necesarias cuando se domina el mercado mismo y se es dueño de la oferta.

Por tanto, todo nuevo mercado incuba su propio final
. Se trata de una tendencia inherente a su funcionamiento salvo que se vea condicionado por una regulación que lo impida. Si no existe un arbitrio que continuamente equilibre el sistema para favorecer la inclusión de los participantes marginados y para evitar el excesivo tamaño de los vencedores, el proceso acaba en un dominio económico privado por parte de quien controla la posibilidad de cubrir la demanda en ese dominio.


Este funcionamiento que puede ser aceptable para un juego (como el Monopoly) o para una eliminatoria deportiva, no lo es para un sistema económico, pues en él se decide la subsistencia de la población, y con ella, sus posibilidades de vivir dignamente. Incluso aceptando la virtud innovadora que pueda atribuirse a las fases intermedias del mercado libre, (y que no es exclusiva de este sistema), la competitividad de las partes en liza no puede ponerse por encima de la garantía de medios de subsistencia para todos. No es aceptable que el incremento de competitividad se haga a costa de reducir los recursos de los que no van saliendo victoriosos en esta lucha de todos contra todos. Es lo que está ocurriendo ahora en países como España, con destrucción de PYMEs entre beneficios de los grandes, y con una creciente exclusión social para quienes no logran acceder a los cada vez más exigentes puestos de trabajo que van quedando. La desregualción permite además que las empresas crezcan falsamente a costa de los bienes comunes como el menguante sector público o los recursos naturales no recuperables y que nadie contabiliza como costes.

La actual economía globalizada está funcionando en las últimas décadas como nuevo mercado libre, exento de regulación y fiscalidad efectivas en su ámbito, y aún en fase de desarrollo dada su dimensión potencial. La crisis occidental presente podría ser sólo coyuntural o parcial en un proceso de más largo recorrido y mayor amplitud. El mercado global aún no ha terminado de abrirse pero aun así, lleva mucho tiempo dando evidentes muestras de exclusión social, empobrecimiento generalizado salvo para la élite beneficiada, y destrucción del patrimonio ecológico común. A diferencia de lo ocurrido hasta los años setenta gracias a las políticas keynesianas, los objetivos de reducción de pobreza extrema se van alejando en el tiempo, y aparece nueva pobreza en los países otrora desarrollados. Pero no fracasó Keynes sino que más bien ocurrió que uno de los factores del mercado se endureció súbitamente -el precio del petróleo- y en lugar de aceptar ese encarecimiento sobrevenido, el neoliberalismo optó por aplicar la doctrina del shock: culpabilizar al sector público para luego favorecer a la élite a costa de este sector que se había ganado para la sociedad anteriormente. Esto es lo que se aplicó en el plano teórico, pero ¿cómo lo hicieron en la práctica? 

Las economías desarrolladas han sido economías mixtas en gran medida. Pero en las últimas décadas, con la apertura de las fronteras comerciales, (desde los acuerdos del GATT hasta la actual globalización propugnada por la OMC), el tamaño del mercado se ha ampliado sin que se haya ampliado de igual manera el ámbito de aplicación de las leyes fiscales, laborales y ambientales. Como consecuencia, a medida que las empresas han ido ganando tamaño y poder en el proceso lógico de capitalización, los estados, que no han crecido, han perdido poder relativo y han quedado supeditados a las necesidades de los mercados, es decir, a los deseos de estos grandes capitales capaces de condicionarlos. Este es el principal motivo para que se esté desmantelado el llamado “estado del bienestar” en los estados que lo han tenido. No hay razón para pensar que actualmente, después de tantos años de incrementos de la productividad, no sea posible sostener lo que se sostuvo en el pasado, siempre y cuando se aplique una política económica que ajuste la fiscalidad a las necesidades del momento. No es raro que venciera esta política económica teniendo en cuenta que detrás de la misma hay cantidades ingentes de dinero promocionándola. Pero es una bomba de tiempo. El gran mercado de todo va inaugurando nuevas zonas de acción, y a la vez los bienes comunes como el sector público o el medio ambiente van nutriéndolo por un precio irrisorio. Esta sobrealimentación del mercado disimula el coste real de lo que produce y evita provisionalmente su colapso a costa de quemar la madera del barco. La hipoteca sigue creciendo.

Actualmente la capa de población rica y propietaria de los medios de producción se beneficia de las leyes blandas de países alejados para abaratar costes a pesar del transporte, pero también para someter a las capas no propietarias de sus propios países con esa competencia desleal, tendiendo a igualar a todos por lo bajo. El resultado de esto junto a la tendencia del propio mercado hacia su final en forma de dominio es que, de no corregirse esto, nos encaminamos hacia una plutonomía global, un nuevo feudalismo con unos pocos dueños de todo y el vasallaje del resto, dependiente de estos amos, (suponiendo que no estemos ya en una, como se sugiere de EE.UU. en el artículo de Wikipedia que define este concepto). A lo cual también contribuye el aprovechamiento capitalista de la robótica inteligente, que elimina puestos de trabajo en lugar de reducir la carga del mismo en beneficio de todos.


Este final predeterminado por las reglas del mercado libre, el fin neofeudal de todo mercado, contradice el dogma de que los sacrificios en favor de la competitividad conducen a un progreso social que los justifica. Suele olvidarse que el mercado, basado en los intereses particulares, solo produce un progreso realmente social, generalizado, cuando al mismo se le condiciona desde unas “reglas del juego” redistributivas, inclusivas y limitadoras del tamaño de los participantes, de forma que haya una retroalimentación del sistema que impida su propio final. La idea de que la búsqueda del bien particular conduce al enriquecimiento general no tiene en cuenta el desarrollo temporal de todo mercado en su conjunto, que no es una mera suma de resultados sino un proceso de segregación económica.

Para que el mercado revierta verdaderamente en bien para la sociedad es necesaria una continua redistribución de la riqueza, una garantía universal de no exclusión y una limitación del tamaño de los capitales y de las empresas, (no solo para impedir monopolios sino mucho antes, para que nadie pueda controlar el acceso al mercado). Solo de ese modo la competencia económica puede traducirse en riqueza general, y en renovación de oportunidades para quienes van perdiendo, de manera que “el juego” nunca se acabe, no llegue nunca al oligopolio. Se trata de crear unas reglas de compensación que retroalimenten el sistema de manera que sólo el beneficio social realmente cobrado pueda justificar los privilegios de quienes se van enriqueciendo. Y en este círculo de redistribución en el que la mayor parte de los beneficios vuelve a manos de todos, la actividad se ve relanzada tanto por el freno a la excesiva concentración de poder como por la inclusión sistemática de quienes, no habiendo ganado, mantienen y renuevan sus oportunidades. Aunque a un neoliberal esto le suene paradójico, limitar el premio económico posible y aceptar una garantía económica básica sin pedir nada a cambio, son reglas que favorecen la actividad.

Si bien el mercado es amoral, inconsciente, suicida, la política económica no tiene por qué serlo. De hecho su misión es prevenir mediante regulación, inteligencia fiscal y un sector público fuerte, las injusticias sociales y los daños ecológicos. Sólo esa intervención permanente puede salvar a los mercados de su propio final... suponiendo que esa salvación sea deseable y no hallemos para la humanidad un modelo económico mejor.




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