16 sept 2011

La leyenda de la inversión privada. (5/5) La insuficiencia del mercado

(5/5) La insuficiencia del mercado
Si la gestión de bienes abundantes se deja en manos del mercado, este procurará que sean escasos para mantener el precio. Si, por ejemplo, el empleo no se distribuye entre la población ocupable, el empresario podrá cobrar una mayor entrega de los trabajadores a cambio de ese empleo difícil de encontrar. Otro ejemplo es el caso del agua en Bolivia, bien ilustrado en la reciente película de Icíar Bollaín También la lluvia. Del mismo modo, las distribuidoras de música que ahora ven peligrar su negocio porque las posibilidades de distribución han dejado de ser escasas, pugnan intensamente por lograr restricciones legales para lo que es abundante. Así mismo, acaba de limitarse la posibilidad de que los ayuntamientos ofrezcan wifi gratuito en sus poblaciones para favorecer con ello a las compañías de telecomunicaciones. En todos estos casos lo que ocurre no es que la gestión de un recurso escaso se entregue a los inversores privados para que lo mejoren en complicidad con su propio interés, sino que un recurso accesible se limita para que los mercaderes puedan hacer negocio con él.

El abandono de la oferta al criterio de la rentabilidad limita innecesariamente esa oferta posible, (como bien se ilustra el documental Sicko, de Michael Moore, para el caso de la sanidad privada). A menudo se menciona la necesidad de que los laboratorios ganen dinero para que puedan desarrollar nuevos medicamentos. Pero la realidad es que la propia investigación científica, ese símbolo del progreso, queda restringida cuando se deja en manos del mercado: la corporación privada no tiene mucho que ganar en la investigación de soluciones abundantes y baratas. De hecho coincidirá con su interés que no se comercialicen tales soluciones escasamente lucrativas, y que, en cambio, se cronifiquen las enfermedades que dependen de ciertos medicamentos rentables que ayudan pero no curan. Por contra, el mayor experimento científico de la humanidad está siendo un éxito con presupuestos públicos, gestión pública, mediante una colaboración supranacional que deja obsoleto el concepto de frontera, y con trabajadores vocacionales, (que seguramente podrían ganar más dinero con su talento si se hubieran dedicado a gestionar grandes empresas o fondos de inversión pero que, a pesar de eso, están donde quieren estar), por mencionar sólo alguno de los muchos ejemplos de excelencia investigadora promovida con recursos públicos.

Actualmente, a pesar de la disponibilidad de recursos suficientes para cubrir las necesidades básicas de todo el mundo, el objetivo de maximizar la rentabilidad de los inversores particulares hace que el resultado global sea desastroso: es ineficiente en cuanto a satisfacción de las necesidades de los trabajadores, pues a pesar de tantos años de incrementos de la productividad aún deben trabajar demasiado para pagar cosas básicas (como su vivienda); es un resultado calamitoso en cuanto a la gestión de los recursos naturales, cuyo deterioro no se computa como coste; y es un funcionamiento completamente ineficaz en el objetivo de acabar con la miseria y la muerte por inanición. Después de décadas de apertura de los mercados, estos no sólo no están acabando con la miseria más radical sino que están entre los motivos de su aumento. La política económica que mima a la inversión privada favoreciendo la rentabilidad de las empresas, (entregándole todo el control de la oferta, reduciendo sus costes laborales, eliminando restricciones ambientales y rebajando su tributación), tiene por señas de identidad la explotación laboral, la exclusión social, el deterioro del medio ambiente y la escasez artificial. ¿Acaso es este el funcionamiento óptimo de la economía, la eficiencia prometida por el sector privado?

Dos claves explican esta ineficiencia global del mercado. Por un lado, las restricciones al reparto del trabajo y de la riqueza conjunta obligan a todos a entregar la mayor parte de sus energías a un capitalismo popular solipsista, inconsciente de la evolución común. Nuestra propia subsistencia dependen de cumplir con las reglas de la competencia excluyente alimentando así a los mercados con nuestro trabajo y con nuestro dinero por poco que sea. La ley del más fuerte hace el resto, y las mencionadas limitaciones propias del mercado se revelan por sí mismas como un automatismo social. Por supuesto, también colabora mucho la mitificación inexpugnable de la riqueza como valor supremo de una gran parte de la población dispuesta a sacrificar su vida en el empeño de lograrla.

Pero por otro lado, además de una creciente clase de excluidos y una menguante clase de siervos, hay una tercera clase social velando por que las cosas sean así, la clase “pudiente”. Esta es la actual denominación comercial, un tanto pudorosa, para hablar de los nuevos señores feudales que dominan la oferta, y con ella a la población. Son los poderosos, o dicho en el lenguaje de la mitología actual: los grandes inversores privados. Son ellos los que financian descaradamente los lobbies de influencia política y las llamadas “puertas giratorias” que llevan a sus lacayos a la política y de la política de nuevo a sus empresas. Son decisiones conscientes las que financian el proselitismo de un mercado libérrimo en los medios de comunicación de masas. La ineficiencia social del sistema no se debe sólo a un funcionamiento defectuoso o a un egoísmo popularizado: sabemos a quien beneficia el mismo; conocemos la operativa de su cabildeo; y a menudo no se molestan en disimular sus inversiones en influencia política. No hay inocencia en la organización del mercado. Salvo quizá la del excesivo número de engañados que actúan como ratones votando a gatos. Con las leyes actuales, la opinión de quienes manejan mucho dinero puede pesar mucho más que un voto. Y con ese peso, pueden a su vez condicionar las leyes.

La política económica orientada a maximizar la rentabilidad de las empresas sin contemplaciones con el medio ambiente y sin atender a toda la población, debe considerarse una forma de dictadura, con su propio historial de exterminio. En este caso un exterminio por omisión, (sin necesidad de cámaras de gas). Es una política muy cómoda para los privilegiados que disfrutan de un mundo exclusivo y de una población servil, una población atemorizada ante quienes gestionan la escasez global en la oferta de alimento, y ante quienes gestionan la escasez de empleo. Pero el mercado y la inversión privada no necesitan apoyo político para funcionar: tienen su propia tracción en el lucro interesado que los da origen y los mueve. La política económica debe trascender esa dinámica, (esa herramienta si se quiere), y atender el conjunto económico, el bien común y la distribución de su uso; poner al ser humano en el centro de su atención.

Mientras alguien carezca de lo básico para subsistir, no está justificado que ni los ricos ni los demás tengamos algo más que lo básico para subsistir. Este principio ha de incluirse en los modelos económicos de modo que no pueda considerarse crecimiento aquel que se da a costa de la exclusión de alguna persona. Poner la inclusión social como objetivo de las políticas económicas -a futuro- es simplemente inaceptable, porque supone que, teniendo recursos para evitarlo, alguien va a pasar miseria hoy mismo. En el marco global, los cacareados "objetivos del milenio" son indecentes por trasladar al futuro la solución al sufrimiento actual, la solución a las muertes de hoy mismo. En lugar de objetivos deberían ser condiciones: las condiciones del milenio, o simplemente, las condiciones del crecimiento. Mientras esto ocurra, mientras la economía no sea inclusiva, el crecimiento no estará teniendo lugar, es un engaño. No es crecimiento económico conjunto el que excluye a algún individuo de ese conjunto. Del mismo modo, tampoco es crecimiento el que se da a costa de la degradación de los derechos sociales, o a costa de la degradación del medio ambiente. Eso es sólo un trasvase de recursos, no crecimiento económico.

Tanto el genocidio económico como las miserias locales, tanto los problemas ecológicos como la ineficiencia global, tanto la desmoralización como la falta de libertad tienen su origen en la misma raíz: una política económica que cuando no está ausente, está al servicio de la inversión privada. Pero el mercado no puede funcionar más allá del círculo de personas que tienen dinero. Ese es su límite, su frontera infranqueable, el final de su ámbito de aplicación. Para el mercado, más allá nadie es digno de ser atendido.  Precisamente el hecho de que las empresas y los inversores optimicen su rentabilidad, lleva a que el mercado no cubra las necesidades reales. Y dentro de su radio de acción, la gestión privada velará por que las personas no se liberen completamente de las carencias que alimentan el negocio de la empresa. ¿Significa esto que la empresa no debería buscar la rentabilidad? No. Significa que el criterio mismo de la rentabilidad no sirve para cubrir las necesidades de la sociedad por mucho que se favorezca a los inversores. De hecho es destructivo si confiamos todo a él como sugieren los partidarios de la privatización de todo. El mercado no es suficiente para todos ni puede serlo aunque suponga riqueza para una parte. En realidad necesita mayores controles para que no sea dañino. En definitiva, es necesaria una política económica que maneje el mercado como se domeña una herramienta, al servicio de las personas, y que defienda y acreciente unos bienes compartidos sobre los que pueda erigirse la dignidad y la plenitud humanas con verdadera independencia individual.

Las personas, sus derechos ciudadanos y sus aspiraciones más elevadas, han de recuperar el centro del discurso político, ahora ocupado por la mitificación de la empresa que exige degradar la vida a su servicio sin ofrecer a cambio más que una solución parcial y excluyente.  

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