29 nov 2012

El exceso de trabajo

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1. Trabajo insostenible
Sociedad, trabajo, explotación - 
Luis Brihuega
Ante la imagen de la miseria en el mundo, también en los países enriquecidos, la primera impresión podría ser que hace falta trabajar más para mejorar las cosas, trabajar más horas y más duro, ser más productivos para solucionar la pobreza y para alejar el temor a caer en ella. O al menos es lo que suelen repetir nuestros gobernantes con machacona insistencia. Pero ¿para qué trabajamos en realidad? ¿Para solucionar esa miseria y esa angustia?

Gran parte de los trabajos consisten en fabricar o en comercializar cosas que nada tienen que ver con la pobreza y cuya carencia no provocaría sufrimiento (salvo que antes se haya cultivado una dependencia de las mismas). Diseñamos volubles modas, inducimos la obsolescencia de todo para poder vender más, comercializamos una miríada de fruslerías que renovamos como si fueran manzanas que crecieran en un árbol, nos empleamos en dar servicios que también se apoyan en recursos materiales, construimos enormes infraestructuras complementarias de esa producción, o incluso a veces innecesarias... Y devoramos ingentes cantidades de recursos minerales y energéticos para todo ello.

Pero son muchos los puestos de trabajo sostenidos por ese gran consumo superfluo, podría objetarse. Hay muchos empleos que dependen de la servidumbre que supone esa sobreproducción. Y parecerá una afirmación concluyente gracias a la cultura oficial según la cual el trabajo no es un medio sino un fin en sí mismo. Hasta el punto de que, si no hace falta más trabajo para producir lo necesario, tendremos que “crear” más empleo para que llegue a todos, tendremos que producir algo más. Tendremos que “crear nuevas necesidades”, como enseñan a los publicistas en ciernes, o tendremos que cavar agujeros para luego taparlos según el clásico ejemplo keynesiano de fomento del empleo público, (a pesar de los vaticinios de Keynes sobre la liberación humana de la mayor parte del trabajo para estas fechas). Todo parece estar justificado con tal de dar uso al medio en el que nos hemos convertido. ¿Cómo vamos a subsistir si no es con trabajo? Sin emplearnos no hay salario ni subsistencia. Se necesita más consumo y más trabajo, más transformación de todo para subsistir.

Y sin embargo este funcionamiento no está sirviendo para eliminar la miseria a pesar de toda la exagerada explotación del medio ambiente necesaria para sostener esa producción. Más bien al contrario, la desigualdad no ha dejado de aumentar en las últimas décadas. Y ante este resultado, la tozuda respuesta de quien está en lado “beneficioso” del sistema es que no se insiste lo suficiente: habrá que añadir más esfuerzo, más flexibilidad, más competitividad, más emprendimiento, más crecimiento, a costa de lo que sea. La sociedad de mercado fuerza a realizar una cantidad de trabajo que va mucho más allá de lo necesario para el sostenimiento de su población, y a pesar de ello siguen abundando la miseria, el paro y las condiciones laborales penosas.

¡Qué absurdo que unos estén saturados de trabajo mientras otros no pueden hallar ningún empleo! ¿No repugna a la razón que las tierras no cultivadas o el “exceso de capacidad instalada“ de nuestra industria convivan con las necesidades insatisfechas de gran parte de la población? ¿Es admisible tener gente sin casa mientras sobran viviendas vacías y abruma la urbanización faraónica y degradante? ¡Y qué irracional que haya personas muriendo de hambre o niños esclavos cuando se producen alimentos como para 12.000 millones de personas! (sin tener en cuenta lo que se deja de producir para no “tirar” los precios). ¿Es esta la “eficiencia en la asignación de recursos” que se elogia como virtud del mercado libre?

Sabemos que a los pequeños agricultores de todo el mundo les están expropiando sus tierras para malvenderlas a grandes corporaciones y a fondos de inversión que quieren acapararlas para especular con su precio. Sabemos que las reglas del “libre” comercio internacional, deuda mediante, favorecen a los países ya ricos y perjudican precisamente a los que padecen más miseria (imponiéndoles importaciones y prohibiéndoles las exportaciones que les beneficiarían). Sabemos que hay un descomunal desequilibrio en el consumo de recursos energéticos entre unos países y otros... Y sabemos que es nuestro trabajo en el mercado el que mueve este sistema productivo, sirviendo a este funcionamiento desequilibrado.

No sería posible todo lo que ocurre en la economía global sin el desempeño de los trabajadores que la mueven y accionan su lógica. Si el mecanismo es ineficiente y su movimiento desnivelado produce desastres, el trabajo en él servirá a esos fines. Es decir, no es el trabajo nuestro el que paliará el hambre en el mundo sino precisamente el que arruina a los países empobrecidos con el robo de sus recursos organizado a través de multinacionales, tratados fraudulentos y gobiernos manipulados por el capital, (coltan, petróleo, gas, selvas, tierras, esclavos, armas, etc.). Es nuestro trabajo el que pone en marcha toda esta maquinaria de desigualdad, ineficiencia global en la asignación de recursos y destrucción del ecosistema del que dependemos en última instancia.  

2. Trabajo forzado
Realizando trabajos diversos hacia 1435 a.C.

Pero esto no ocurre por decisión de los trabajadores sino porque aceptar un trabajo a tiempo completo es la única forma de conseguir lo necesario para vivir. Se nos impone la idea de que sólo el trabajo es admisible como forma de acceder a los bienes imprescindibles, por muy abundantes que puedan ser. El trabajo se considera la única vía legítima de redistribuir la riqueza, y a la vez se mantiene relativamente escasa la posibilidad de trabajar. Se niega la posibilidad de repartir el trabajo que es capaz de ofrecer el mercado de modo que todo el mundo pudiera tener acceso al mismo, y se está reduciendo la posibilidad de trabajar en el sector público (debido a la presión de los lobbies de las grandes corporaciones y de los mercados de capitales que tratan de desbancar a este sector). De este modo el trabajo, insuficiente para todos pero imprescindible para sobrevivir, pasa de ser un simple medio a ser deseado por sí mismo, como si fuera una necesidad fisiológica. Se puede afirmar que el trabajo en nuestra sociedad es esencialemente trabajo forzado.

El trabajo para la propiedad privada y el éxito comercial entre otras cosas fomenta una retención improductiva de los recursos productivos abundantes. El mercado vela por la escasez para mantener los márgenes comerciales. Esto no sólo impide el aprovechamiento público de estos recursos, o su explotación por parte de quienes están en paro, sino que además fuerza unos precios finales más elevados de lo que sería posible. Este funcionamiento debería ser inadmisible al menos para bienes de primera necesidad. Pero es que la misma disponibilidad de puestos de trabajo se reduce en la medida de lo posible: cuantos menos puestos y menos repartidos, mejor para quienes controlan su valor y se benefician con el mismo. Así, los aumentos de productividad debidos a la mejora tecnológica nunca redundan en menores jornadas de trabajo sino en menos empleos, y a la vez, el paro ayuda a presionar a los trabajadores que quedan para que extiendan su jornada y no puedan cuestionarse lo que hacen.

Las personas que padecen esta escasez de bienes básicos y de trabajo, evitable pero artificialmente impuesta por el funcionamiento normal del mercado, estarían encantadas de poder trabajar si se les cedieran los recursos necesarios para ello o si se les proporcionara empleo público con los mismos, (empezando por las tierras cultivables y continuando por otras industrias de bienes básicos), como bien demuestra el hecho de que cuando el mercado ofrecía más puestos de trabajo estos eran ocupados. Pero este sistema se basa precisamente en la exclusión progresiva y en el sostenimiento de la presión económica, en la insatisfacción continua, para que el anhelo de ser empleado mantenga la servidumbre más allá de un contrato razonable, sin horario y sin un reparto justo de los beneficios.

Con el salario en sempiterna competencia a la baja entre un mar de personas en paro, se ha vuelto un anhelo ser explotado, sacrificando al trabajo todo el tiempo y todas las capacidades, haciendo del trabajo el centro de la vida y la piedra de toque para la valoración de uno mismo, y abandonando cualquier otra inquietud y las demás posibilidades de lo humano, (a pesar de que los salarios se consideren costes a minimizar y se ponga como objetivo preferente la maximización de los beneficios). De este modo, la oferta de nuevo trabajo, (la “creación de empleo”), se convierte en la excusa inapelable para cualquier tropelía ambiental o para cualquier expolio. Y como consecuencia la necesidad de trabajar es mucho mayor de lo que permitirán los recursos del planeta. Una sostenida escasez parcial de trabajo, en la que cualquiera puede caer, fuerza paradógicamente un exceso del mismo. Se trata de un funcionamiento que conduce a transformar más de lo que el ecosistema puede asimilar sin lograr con ello una suficiencia para todos, conduce al exceso entre la miseria. Trabajamos en producir lo prescindible sin satisfacer lo necesario, porque trabajamos para la riqueza excluyente al margen de lo que convenga al bien común. Es decir, tenemos un consumo insuficiente, con necesidades básicas sin satisfacer, junto a un consumismo insostenible. Se trata de una clara ineficiencia en la gestión económica de la sociedad, con un despilfarro innecesario de recursos que sin embargo no cubre las expectativas básicas de todos. ¿Dónde está la clave?

3. Producción irrefrenable

Mecánica devoradora - Jesús Alonso
Es de sobra conocido que para extender el nivel de consumo de la minoría cómoda a todo el mundo serían necesarios los recursos naturales de varios planetas, pero no basta con incidir sólo en la reducción del consumo superfluo como forma de mejorar el medio ambiente porque esto lleva a que nos topemos continuamente con la barrera del paro resultante entre quienes dejan de vender. De hecho, a menudo la demanda final depende de lo que ofrece la producción, se determina en la oferta, (sobre todo cuando no se trata de necesidades básicas); se estimula la saturación de ofertas; se extrema el posibilismo consumista; se innova para la demanda posible porque esa es la forma de crear empleo. En el origen de la secuencia lógica que lleva al consumismo está la necesidad de empleos. Por tanto el fallo no hay que buscarlo tanto en el deseo de consumir como en la estructura productiva que satura ese deseo cuando tiene dinero y que lo deja morir cuando no puede pagar, es decir, en el sistema que nunca emplea ni sostiene a todos y al que por ello se le permite cualquier tropelía con tal de crearlos.

Además, quien consume tiene muy difícil conocer todos los efectos de producir lo que compra. Esto podría evitarse con leyes (y vigilancia) que impusieran exigencias ambientales al sistema productivo, como el cierre de los ciclos de materiales, pero con ello se elevarían los costes y se dificultaría o incluso se impediría la producción de muchos bienes, con la consiguiente reducción de su posible consumo y de los empleos generados. Así tenemos que el paro es la gran disculpa para no limitar, condicionar o impedir ningún consumo y ninguna producción. De hecho, mientras no cambie el actual paradigma de distribución de la riqueza y el empleo, la única forma de combatir el paro y la pobreza es fomentar el consumismo de quienes tienen ahorros, fomentar el consumo innecesario para generar empleos. El problema del paro alimenta el de la depredación energética y natural, y en realidad ambos son los síntomas combinados de un mismo problema: la rigidez en el reparto del trabajo disponible junto a la imposibilidad de acceder a los recursos necesarios para vivir si no es mediante ese trabajo al servicio de una acumulación privada creciente.

Ese intocable engarce entre ingresos y trabajo, entre subsistencia y trabajo, entre supervivencia y trabajo, hace imposible un apoyo popular a la reducción de la producción o a su condicionamiento ecológico por muy concienciada que pudiera estar esa población. ¿Pero acaso es inevitable ese encadenamiento de las rentas al trabajo? La clase enriquecida tiene claro que no, pues su mayor fuente de ingresos es la especulación, no el trabajo productivo sino las rentas del capital (por las que velan gestores profesionales). Lo que ahora falta es que el resto de la población comprenda que también pueden tener una fuente de ingresos con origen distinto del trabajo, que es legítimo que así sea, que es viable dada esa sobreabundancia de riqueza y el grado de productividad actual, y que lo dañino es precisamente el uso especulativo de esa riqueza. La riqueza sustrae rentas a la sociedad por el mero hecho de existir y prestarse, y sin devolver casi nada a cambio de la herencia común de la que se aprovechan, a menudo promovida con presupuestos públicos, una herencia de trabajo y de conocimiento de las anteriores generaciones que hace posibles los beneficios actuales. Más bien al contrario, los cuervos especulativos que hemos criado nos sacan los ojos con precios burbujeantes, con deuda, con exigencia de rescates y con devastación ambiental.


Los explotadores - Diego Rivera
Mientras este sistema de producción para quien tiene dinero pueda asalariar a la mayoría de la población, parecerá un sistema técnicamente funcional, podrá venderse como solución para la subsistencia de todos, y hasta hará creíble para muchos que esa depredación ambiental es imprescindible o incluso que tiene su utilidad. Hasta ahora se acepta la hipótesis de que los ingentes beneficios de unos pocos “derraman” rentas para todos, (aunque sean insuficientes). Pero lo que está ocurriendo en la práctica es que los beneficios del trabajo se evaporan hacia el sistema financiero, y con el reparto de unas sobras cada vez más miserables y que no llegan a todos, se trata de justificar un expolio planetario, el privilegio sin fin de los pudientes y la servidumbre de una inmensa mayoría de personas que además tienen que competir entre ellas por esos restos.

Si se prolonga una crisis general (de deuda o de recursos) que impida recuperar ese empleo para la mayoría, el engaño productivista ya no será vendible como solución “desgraciadamente contaminante pero imprescindible” para la sociedad porque ya no cubrirá las expectativas mínimas. Entonces, la interpretación que hagamos del fallo determinará la reacción social al problema. Hasta ahora predomina la interpretación masoquista de “haber vivido por encima de nuestras posibilidades” cuando la realidad es que hemos vivido por debajo, pagando precios amañados y cobrando menos de lo generado con el trabajo, y la deuda irracional es la de grandes empresas, sobre todo financieras, que -esta sí- la derraman sobre la población. Pero tarde o temprano llegará un momento de desengaño generalizado, y la reacción puede ser fascista o puede ser sensata. Por ello es importante hacer el análisis correcto antes de que llegue ese momento. Necesitamos hacer saltar los goznes lógicos de la trama y entender que la clave para el sostenimiento social y ecológico está en cómo se distribuyen los recursos naturales y productivos, no en el grado de producción. Que disminuya la cantidad total de los mismos no quiere decir que no podamos disponer de los suficientes para mantenernos todos. De hecho ahora se sobreexplotan los recursos naturales precisamente por no repartirlos bien, por vincularlos a un trabajo que se fuerza con paro y miseria sostenidos, por no repartir ni el trabajo ni sus frutos.

En realidad puede que cuando llegue esa reacción sea demasiado tarde para el equilibrio del ecosistema del que dependemos. La condena a tener que buscar continuamente nuevos yacimientos de empleo para compensar las mejoras tecnológicas y de productividad que sólo son aprovechadas por el capital,
impide refrenar una producción que ya ha tenido y está teniendo consecuencias devastadoras. Y es precisamente el trabajo el que enciende toda esa maquinaria de producción y sobreproducción. Aunque el motivo sea dar satisfacción a la demanda, es en el trabajo mismo donde se ejecuta el mayor despilfarro de recursos naturales finitos, donde más se daña al medio ambiente y donde tienen su origen la mayor parte de las emisiones contaminantes o de efecto invernadero.

Y visto así, lo que urge no es trabajar más para “levantar el país” o el planeta sino, al revés, trabajar menos, transformar menos, no contaminar, y no robar comercialmente a los empobrecidos, (no robar fuerza laboral y recursos a las clases empobrecidas de todo el mundo mediante el abuso de una posición negociadora apoyada por leyes injustas). Urge redistribuir el trabajo y los beneficios generados con el mismo de modo que menos trabajo sea suficiente para todos, sin excluir a nadie del sistema; de modo que quien no lo tiene ni para ganarse lo básico pueda tenerlo, y que si alguien quiere conformarse con sólo lo básico a cambio de más tiempo libre, también pueda hacerlo. Como complemento de este trabajo menor deberían ampliarse unas prestaciones públicas accesibles a todos, (al menos para los bienes básicos como vivienda, educación, sanidad e información), y una Renta Básica de Ciudadanía, con cargo a los ingentes beneficios que hoy día apenas se gravan (y que no hacen sino distorsionar los mercados con su naturaleza especulativa dañando a la misma sociedad de la que han surgido esos beneficios).

4. La cultura del trabajo

Fábrica - Vicente Vela
Pero aquí entramos en el terreno de los valores personales a la hora de juzgar el trabajo. Como un triunfo absoluto de La ética protestante y el espíritu del capitalismo, todo el mundo idolatra el trabajo. Tanto los que podrían prescindir de él, completa o parcialmente, como los que no lo encuentran, pasando por los que son explotados, sea cual sea su situación o su actitud en la práctica, nadie osa contravenir el valor del trabajo como dogma. Cabe repudiarlo pero incluso en este caso suele hacerse con mala conciencia o con el aire cínico de quien asume que está incurriendo en una falta. Es raro que alguien se lo cuestione realmente como valor. Pero ¿para qué trabajamos? ¿Es acaso el trabajo un ejemplo de “santidad”? ¿Qué objetivos personales perseguimos con nuestro trabajo?

Actualmente muchos trabajan para pagar la hipoteca y subsistir a duras penas, pero gran parte de lo ganado por los demás sirve a ese consumo de cosas prescindibles cuya producción en masa está degradando el medio natural, como renovar continuamente todas las pertenencias, poder consumir por consumir, poder “ir de tiendas”, (como forma de socialización basada en las modas), poder equipararse a los demás y atemperar la presión del “qué dirán”. O, más allá de esto, muchos trabajan con la aspiración de tener varios vehículos y cambiarlos con frecuencia, tener una segunda o tercera vivienda, volar lejos, (más que los vecinos), llenar de lujo sus viviendas y sus vidas, y para poder demostrar la capacidad adquisitiva personal, (como forma de socialización basada en el prestigio), cuando no para utilizar su capital como instrumento de poder y coerción, o para especular con él fomentando la formación de burbujas de precios. No todos consiguen esto último pero demasiados trabajan para acercarse lo más posible a ese consumismo insostenible y a ese poder, o para pagar la deuda que ya se lo permite. Y sin embargo, con esa presión o con esa ambición, lejos de conseguir una vida plena y feliz,
aumentan los casos de ansiedad, aumenta la frustración y se extiende la sensación de que no controlamos el devenir social.

Con la presente idolatría laboral y con este alto “valor de mercado” del puesto de trabajo, incluso quienes ganan tanto que podrían vivir bien con la cuarta parte de su salario, (es decir, con la cuarta parte de su jornada), rara vez se plantean trabajar menos o directamente no se les permite hacerlo. Sin embargo, sería socialmente saludable que quien trabaja para ganar más de lo que necesita cambiara parte de ese trabajo por tiempo con el que pudiera alimentar otras aspiraciones personales, otros retos independientes, otras ambiciones más elevadas, menos basadas en la transformación económica y en el crecimiento material que otros sí necesitan. Es fácil visualizar esto último con algún ejemplo: en muchas especialidades, (como ingeniería o medicina), tenemos más aspirantes de los que puede admitir el sistema, y por otro lado, estos profesionales a menudo se quejan de su carga de trabajo aunque podrían vivir con la mitad de su sueldo. ¿No sería lógico que trabajaran menos horas dando acceso a más trabajadores? Las profesiones cualificadas y bien pagadas admitirían más profesionales sin caer en la pobreza si estos valorasen mejor su tiempo libre y se les permitiera trabajar menos.

El crecimiento personal y el futuro del planeta pasan por necesitar menos cosas y ampliar el conocimiento pero, por contra, nuestro sistema económico se basa en que dependamos de un mayor consumo y de un mayor trabajo. En general, una vez lograda la suficiencia económica, el camino lógico no consiste en obtener más crecimiento material sino en madurar como personas dando un uso independiente al cerebro y a las energías sobrantes de acuerdo a los valores propios, algo que por otro lado tiene mayor probabilidad de resultar verdaderamente satisfactorio. Aunque para ello quizá muchos deban vencer previamente el miedo a la libertad que puede suponer toparse con tiempo libre a diario.

En definitiva, el mitificado trabajo no es más que transformación de la realidad, y la transformación no es en sí misma buena ni mala. Depende de qué transformemos en qué. Hoy por hoy, nuestro modelo económico se basa en el aumento cuantitativo de esa transformación sin tener en cuenta los efectos de la misma. Damos por hecho que el aumento de trabajo es moralmente mejor porque es más sacrificado, hasta el punto de aceptar una inseguridad económica y una desigualdad que “incentiven” el trabajo, pero es precisamente el exceso de  transformación que esto implica lo que está degradando el planeta. Y es que el efecto del trabajo depende de la lógica en la que se inscriba: que sea virtuoso (como el de un cooperante) o dañino (como el trabajo de un nazi en Auschwitz) depende del sistema al que sirva y que lo encauce. Y el mercado -siempre al servicio de quienes predominan en él- fomenta el trabajo por sí mismo, sin límite y sin brújula, como una energía expansiva sin control, especialmente cuando los gobiernos regulan para dejarlo todo en sus manos o para potenciar su funcionamiento. Por contra, a veces la opción moral superior es precisamente la contención, el respeto, el control de ciertas pulsiones, (como la codicia o el afán de poder), pero también el freno de ciertos hábitos o tendencias culturalmente aceptadas, como la admiración del trabajo, de la transformación, de la conquista de nuevos horizontes productivos y del enriquecimiento.

¿Significa esto apostar por una mayor austeridad? Hay que tener en cuenta que precisamente la austeridad impuesta es uno de los factores que frenan la adaptación del sistema productivo a las nuevas exigencias ecológicas y energéticas que necesitamos implementar, (la reducción de políticas ambientales pero también la reducción de salarios, de servicios públicos y de ayudas, así como la competencia en la reducción de costes de fabricación). Ahora mismo el deterioro ambiental es una ventaja competitiva, y la competencia a la baja en salarios impide que los ciudadanos puedan pagar una producción ecológica más valiosa pero más cara. Por otro lado, lo que ahoga a los sistemas públicos es la competencia fiscal entre estados junto al endeudamiento, no el malogrado bienestar que han ofrecido. Hay un vínculo directo entre la reducción de costes y una destrucción social y ambiental masiva. La destructiva anorexia también es una forma de austeridad. Por tanto, la austeridad social no es lo necesario sino precisamente lo que fuerza a la búsqueda de nueva actividad y a que esta sea degradante.

Earth  -  Jean-Michel Basquiat

5. Seguridad económica y tiempo libre
El abuso de la austeridad como virtud en realidad esconde cicatería, sadismo productivo y dominación por parte de élites nada austeras sino más bien libertinas en el uso de sus capitales especulativos. Lo que necesitamos “recortar” es el trabajo, precisamente aliviando la austeridad exigida a las poblaciones. Hay que lograr que no sea necesario trabajar tanto (transformar tanto). Desde el punto de vista de la economía compartida de la humanidad, no interesa ahorrar en costes de producción sino ahorrar en consumo de recursos naturales; buscar la eficiencia como sociedad, no en cada empresa, no externalizando costes a base de abusos, desigualdad y contaminación. Esa sería la austeridad razonable: ser capaz de vivir todos, sin excluir a nadie, con el mínimo gasto de recursos naturales posible. Y pensar en “mejorar” más que en “crecer”, al menos en la medida en que no se pueda “crecer mejor”.

Cabe añadir que en realidad estaría bien dedicar más fuerza laboral a algunas cosas. Necesitamos reorientar el trabajo hacia las evidentes carencias de nuestro tiempo: los derechos sociales y la recuperación ecológica. Actualmente el sector público podría generar empleo en estos sectores si para ello recaudara suficientes impuestos a la riqueza. No es lo mismo el crecimiento económico en el caprichoso mercado que un crecimiento racionalmente orientado, enfocado precisamente a las necesidades ecológicas y a las necesidades de los desposeídos. El segundo sería deseable, siempre y cuando no acabara desembocando en una nueva forma de servidumbre productiva, ahora estatal. Para evitarlo esta vez el nuevo sector público ha de ser transparente y democrático, controlable por la sociedad. Así se podría dar prioridad política a lo que no puede ser un valor de mercado, la evolución colectiva y el procomún, pero de modo que tampoco pueda ponernos al servicio de élites burocráticas con objetivos propios, desvinculados de la ciudadanía. En realidad ahora tenemos ambas: la servidumbre propia del mercado y la que imponen los gobiernos, pero no al servicio de la riqueza colectiva o de esas carencias sociales sino al servicio de una acumulación privada minoritaria, con leyes que intervienen el mercado a su favor acentuando sus desequilibrios.

La redistribución del trabajo (mediante su reparto, por un lado, y mediante su reorientación pública hacia fines equilibradores, por otro), no es algo de “mera” justicia ni algo accesorio del sistema ideal sino precisamente el asunto central del que depende todo lo demás, la llave que, junto a una mayor equidad, podría abrir un futuro razonable. En contra de los prejuicios habituales, disponer de seguridad económica básica favorecería un progreso sano de la sociedad, (libre, consciente, elegido, motivado, no espoleado, sino con motivos), mientras que el supuesto “incentivo” de la represión económica nos fuerza a aceptar cualquier indignidad, actuando sin responsabilidad, sin ser dueños de nuestras acciones, haciendo inútil la reflexión sobre los efectos y el valor de nuestro trabajo, o incluso alimentando todo tipo de corrupciones, abusos y mafias que se aprovechan de esa inseguridad económica, de esa dependencia de las personas y de su deseo de superar la misma.

Por otra parte, la ganancia de tiempo libre debida al reparto del trabajo (y a un reparto de riqueza que permitiera el primero) favorecerían una mayor reflexión colectiva sobre los problemas que debemos plantearnos todos para elegir bien la orientación de la sociedad. Porque ahí los ciudadanos sí tenemos responsabilidad en la situación del mundo. Es una cuestión de responsabilidad democrática, a través del voto y de la participación política. No sólo el consumo y los hábitos determinan a diario cómo va a ser el mundo, sino sobre todo la orientación que toman las leyes que nos gobiernan en cada asunto. Por tanto necesitamos conocimiento y difusión de este, comunicación y discusión. Todos debemos ser conocedores de la realidad cuando todos somos un factor del sistema. Y esto requiere tiempo libre. Además necesitamos que nuestra participación política sea efectiva, vinculante para que pueda sentirse como una responsabilidad. No basta con repartir la riqueza: es necesario repartir el poder.

Por supuesto, todo esto no significa que sería mejor dejar de trabajar o que no nos beneficiemos de los frutos del trabajo. No se puede producir lo necesario para la vida sin trabajar. Lo que aquí se critica es el trabajo absurdo, pernicioso, desorientado, el exceso de trabajo y la mitificación que se hace del mismo, el hecho de que se considere un valor por sí mismo en vez de lo que es: un mero proceso sin virtud que también puede ser dañino, y que resta libertad y posibilidades a las personas cuando no es vocacional. De hecho lo lógico sería que tendiéramos a minimizarlo en lugar de reprimir el deseo de tiempo libre. El tiempo propio, la falta de obligaciones, no implica el cese de toda actividad humana constructiva. Hace falta tener una visión muy pobre del ser humano o carecer absolutamente de inquietudes para pensar así.

La degradación está llegando a un punto en el que cabe preguntarse si no sería sensato promover y subvencionar el conformismo económico, valorar que una parte de la población no aspire a enriquecerse o al sobreconsumo, facilitar que se pueda subsistir dignamente sin necesidad de producir y de transformar con ello el entorno. Y facilitar el acceso a una cultura libre, abierta, participativa como vía más adecuada para canalizar las energías sobrantes. Con ello se favorecería la posibilidad de aumentar el conocimiento, la reflexión pública y la responsabilidad colectiva. Los excedentes económicos permitirían hacer esto si se redistribuyeran adecuadamente, si se invirtieran así en buscar un reequilibrio del planeta. Es necesario que el acceso a los medios básicos para una subsistencia independiente no esté condicionado a la eventualidad del crecimiento económico.

Actualmente tendemos a mercantilizar toda actividad humana. Nuestro modelo económico y la subsistencia de todos depende de que así sea. Algo se considera socialmente beneficioso cuando puede mover dinero, crear empleo. Pero quizá debiéramos empezar a plantearnos justo lo contrario: ¿para qué hacer trabajar a alguien si se puede prescindir de ello o puede hacerse de otra manera (cooperando fuera del mercado o reduciendo la obsolescencia)? Se trataría de poner como objetivo el ahorro de trabajo y de recursos naturales en lugar de buscar el empleo de ambos por sí mismos, por emplearnos, como objetivo contradictorio de la economía, confundiendo medios con fines. Necesitamos dejar de ser simples medios para ser servidos por la organización económica. Dejar de ser siervos de una lógica ajena a la plenitud humana, ajena a nuestro verdadero interés; dejar de vivir alienados por un virus ideológico que nos convierte en meros medios para un fin extraño a nosotros mismos, inhumano.

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Algunos artículos relacionados:
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Recogida de firmas:
RESCATE A LAS PERSONAS: Paro cero por Imperativo Constitucional
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Para finalizar una invitación a la reflexión, que siempre es una buena alternativa al trabajo: sobre el mensaje de H. Hesse en Shidarta: UNED - Hermann Hesse (17min.)


Cuadros tomados de la Ciudad de la pintura



5 comentarios:

Camino a Gaia dijo...

Extenso y completo artículo. De todo lo leído me quedo con "la clave para el sostenimiento social y ecológico está en cómo se distribuyen los recursos naturales y productivos, no en el grado de producción." aunque creo que es solo una de las claves.
Un saludo

Javier Ecora dijo...

Pienso que la desigualdad y la dependencia de trabajos banales conforman un tapón o un cuello de botella que impide afrontar con eficacia otras claves, sin duda necesarias para una alternativa sistémica, (como el cierre de los ciclos de materiales y el abandono controlado de la energía fósil).
Un saludo

Camino a Gaia dijo...

Me doy cuenta de que sabemos como hacerlo, de que siempre ha estado en nuestras manos, de que cuando hablamos de cambios sistémicos hablamos de cosas sencillas que se pueden resumir en una frase, como el cierre de los ciclos materiales y el abandono controlado de la energía fósil. No hablamos de ideas geniales fuera del alcance de mentes sencillas, sino de simple y llana sensatez, de que como sociedad y como civilización podamos tomar decisiones razonables y de sentido común, que permitan nuestra supervivencia como entidad organizada.
Y sin embargo para ello debemos contradecir algunas de nuestras mas profundas creencias y costumbres. A ser posible antes que el choque con la dura realidad no nos deje otra opción que sucumbir.

Javier Ecora dijo...

Totalmente de acuerdo. Lo difícil no es entender qué es lo saludable sino que una mayoría social adopte el sentido crítico necesario para superar miedos y mitos, y para deshacerse de la identificación personal con ideas obsoletas. Por eso creo que es importante la crítica, la argumentación y la difusión. No se trata de inventar algo nuevo sino de presentar la solución de modos diversos, accesibles y bien fundamentados.

Sebastian dijo...

Este blog es una mina de oro, gracias!