30 dic 2012

Miedo, mito y energía







Condicionamiento social

Parece claro que tanto el previsible agotamiento de recursos fósiles y minerales como el calentamiento climático y la contaminación (“por tierra, mar y aire”) nos avocan a una reducción (voluntaria y gradual, o inevitable y dramática) de nuestro consumo de energía. Pero además el mismo funcionamiento desequilibrado que está afectando al ecosistema tiene repercusiones en nuestro estilo de vida: el abusivo consumo de energía, lejos de estar a al servicio de nuestra salud y de nuestra madurez como personas, nos emplea a nosotros como un recurso más. La prueba es que el trabajo, y no el tiempo libre, es la parte esencial de nuestras vidas, la parte de ellas que más nos preocupa y absorbe a pesar de los continuos incrementos de productividad de las últimas décadas. Por tanto, ¿acaso debemos observar esta necesidad de reducir el empleo de energía como un drama que empeorará nuestras vidas? ¿Y cuál es el impedimento esencial para llevar a cabo una reducción voluntaria y controlada en favor del medio ambiente y de nosotros mismos?

Nuestro trabajo es el “recurso” que menos energía aporta pero es el que utiliza la maquinaria del sistema productivo que consume el resto de recursos. A su vez el trabajo tiene su origen en las aspiraciones económicas de las personas. Esta ambición es su palanca, lo que pone en marcha la capacidad de trabajo humano. No hace falta estimular la economía para que se dé su actividad: tiene su propia tracción en el afán de lucro, (aunque con diferencias entre quienes buscan subsistir y tener tiempo libre, y los que buscan bienes y servicios lujosos o enriquecerse más). Pero cuando los gobiernos regulan con el fin de fomentar el crecimiento económico, están desnaturalizando la necesidad del mismo.

Los gobiernos actuales, imbuidos de la ideología hegemónica en todo el mundo, no organizan la economía para que sus frutos lleguen a todos. Por contra sostienen la posibilidad de la miseria a pesar de la abundancia de riqueza. Y esto lleva a sobrevalorar la producción material y el trabajo. No se da libertad a la sociedad para decidir cuántos recursos necesita: o el mercado crece o no hay empleo (y subsistencia) para todos. Miedo.

Por otro lado, desde las instituciones de hoy día se apuesta por el empresario como proveedor de empleo en detrimento del sector público. Esto implica fomentar deliberadamente el ideal del enriquecimiento, vender la idea de que eso es lo que importa en la vida. Sin ese sueño-señuelo no surgirían las “vocaciones” necesarias. En consecuencia se valora a las personas en función de su poder adquisitivo, y quien no triunfe económicamente quedará relativamente humillado, situación tan “estimulante” como la penuria misma. Así la valoración social crea una condición de necesidad, (es necesario prosperar económicamente para ser tenido en cuenta). Y si el empleo y la producción se dejan en manos del empresario, si la propia subsistencia y también el estatus particular y nacional dependen de este, necesariamente todo -incluida la política- ha de girar en torno a sus intereses y al ensalzamiento de su figura. Mito.

De este modo el miedo y el mito amplifican la predisposición a actuar como motores de transformación energética, pero no en un sentido elegido libremente por las personas en base a su conciencia o a su conocimiento del mundo, sino motores orientados al crecimiento inconsciente, venga de donde venga, so pena de caer en la miseria o de sentirse relegados. Se buscará el crecimiento por sí mismo allá donde surja un “nicho de mercado”, y sin ningún incentivo para prevenir el futuro sino, al revés, con mucha presión para que no se tengan en cuenta las consecuencias globales de tanta transformación material y de tanto consumo energético.

La existencia de pobreza y la posibilidad de caer en ella obliga a la población a aceptar cualquier clase de industria que cree empleo, con independencia de su impacto ambiental, su consumo de recursos o la importancia de la necesidad que cubra, dejando en un plano secundario cualquier otra valoración sobre esa producción y sobre el trabajo que implique. En lo que respecta a las decisiones económicas no hay una verdadera elección democrática de lo que queremos. Es conocida la manipulación política de las grandes corporaciones y sus lobbies, o el control económico mundial llevado a cabo por instituciones elegidas por élites que nos ponen al servicio de esas corporaciones, pero además el condicionamiento social descrito coarta nuestra libertad. Se abusa de los incentivos mediante un sistema de refuerzos positivos y negativos, un conductismo social insoslayable que nos pone al nivel de las ratas de laboratorio o como poco nos infantiliza, nos trata con el paternalismo cruel propio de las dictaduras. Así, con la política del miedo y la discriminación económica nos vemos empujados al deseo de un poder privado que nos salve de la quema dejando la preocupación ambiental, cuando se da, en algo accesorio, casi decorativo.

Esta presión incluso explica en gran medida por qué muchas personas aceptan cualquier indignidad consigo mismas o con los demás: por la “obediencia debida” en el seno de la empresa o de la institución que los salva o que los “eleva”, (pongamos por caso en el sector financiero, con sus cláusulas abusivas, con su venta de preferentes y derivados basura, o con la inversión bursátil, últimamente poco diferenciada de la ludopatía más dura, y totalmente desconectada de los efectos de su especulación en la realidad). La presión del miedo y el mito también explica, en parte, la existencia de crimen por motivos económicos, (delincuencia común, mafias y corrupción política). Esto último es una parte marginal del sistema, (el “daño colateral”), pero bastante significativa: es el extremo que delata las tensiones latentes en toda la sociedad; y no deja de ser una gran preocupación para el resto.  

Libertad fallida

¿Y si resulta que en condiciones de seguridad económica, una vez lograda la suficiencia y sin el condicionamiento social descrito, lo que la mayoría de las personas desearía no es tanto poder económico sino tener más tiempo libre para cosas tan sencillas como disfrutar, aprender libremente, colaborar con los demás en lo que cada cual valore por sí mismo, cultivar pasiones personales y amar? ¡Ah, que eso no sería muy productivo! Por ello se trata de incentivar el trabajo con una represión económica que infunda miedo a la miseria, a la marginación e incluso al hambre. Y por supuesto, no será una opción elegir la aspiración económica suficiente o el grado de dedicación laboral. En la mayoría de los casos no se puede vivir sin un sueldo a jornada completa. Los recursos básicos, (casas, tierras, alimentos, etc.), son abundantes, pero su retención crea las condiciones necesarias para que no pueda ser una opción trabajar menos. Y cuando podría serlo por tener el trabajador un sueldo alto que le permitiría trabajar menos horas, no suele aceptarse tan escasa entrega al mito.

En contra de lo que suele afirmarse, este estado de cosas contrario al interés mayoritario y al sentido común no es “lo natural”. Sólo es posible mediante una decidida intervención estatal que intenta anular lo colectivo, el procomún e incluso nuestro carácter de seres sociales en favor un poder privado cuyo privilegio se protege. Como coartada para vender esta política se confunde intencionadamente la apuesta por el egoísmo con la idea de libertad. Pero la realidad es que una vida en condiciones de libertad, una sociedad libre, sólo puede basarse en un amparo social que no excluya a nadie, que haga inviable el forzamiento de una actividad concreta mediante el chantaje de la exclusión. El actual abuso de los incentivos no respeta lo que sería natural en nosotros, limita nuestras opciones y la posibilidad de actuar en función de nuestro verdadero pensamiento, expresando nuestra voluntad. Se nos impone una ambición económica que anula nuestra verdadera individualidad.

Lo que se ha dado en llamar desregulación de la economía es en realidad una intensa regulación que interviene en favor del crecimiento del mercado a costa de la autonomía de las personas y del equilibrio ecológico. En realidad no existe la desregulación, no es posible: la ausencia de leyes, por poner el caso  extremo, no sería más que la regulación en favor de una situación diferente, y no sería una situación menos autoritaria sino precisamente favorable a los más brutos y dominantes. Lo natural en el ser humano es dotarse de normas e instituciones que protejan su convivencia y su comunidad. La ausencia de este tipo de normas sólo puede deberse a una prohibición de las mismas, a una imposición de los fuertes. Y una desregulación parcial, como la que se ha dado en la economía actual, no es más que la selección de las leyes que convienen solo a una parte. No en vano el derecho a la propiedad privada y a sus rentas no se desregula sino que, al contrario, se intensifica su protección y sale fortalecido con el decaimiento del resto de derechos. La desregulación del amparo social en favor del mercado nos deja en manos de la minoría que puede hacerse con la riqueza (o que la hereda). Admitir que haya pobreza facilita la coacción por parte de quien tiene algo.

El grado de desigualdad económica no es un fenómeno natural. Son las leyes que regulan el mercado las que determinan la exclusión que se acepta y también los beneficios posibles. El desequilibrio actual a favor de los beneficios en detrimento de los salarios, de las prestaciones públicas y de los bienes comunes, desplaza el dinero hacia quien sólo puede demandar ya bienes lujosos -mercado en auge- mientras aumenta el número de personas que tienen necesidades sin cubrir y disminuye la posibilidad de rechazar actividades contaminantes si ofrecen algún empleo. Además, la actividad empresarial -ya sea inversión productiva o especulativa- también se aprovecha de la herencia común, la herencia de una naturaleza compartida y la herencia de trabajo y de conocimiento colectivo acumulado por las generaciones pasadas, a menudo financiado con presupuestos públicos. Todo esto legitima que al capital se le pueda exigir una suficiencia para todos como contrapartida a esas leyes “beneficiosas”.             

El mercado desequilibra la sociedad y además funciona con independencia del efecto que produce sobre la biosfera. Pero si a este sistema elitista e inconsciente añadimos la intervención de un estado que, en lugar de compensar sus desequilibrios, impone una artificial lucha por la supervivencia mediante la regulación del miedo y el mito, este desequilibrio se verá amplificado. La política que favorece el crecimiento del mercado exige un aumento sin sentido del consumo de energía y nos consume a nosotros mismos como simple energía para alimentarlo en una búsqueda absurda del crecimiento por el crecimiento, de la transformación por la transformación, de la fuerza por la fuerza, del empleo por el empleo.

Autolimitación

¿Por qué se aceptan este descontrol ecológico y energético, y esta desigualdad? Lo lógico sería que la acción de los gobiernos estuviera conducida por fines vinculados a verdaderos valores comunes, no al privilegio de una minoría ni al mero incremento medio de la cantidad producida a corto plazo a costa de lo que sea. Sin embargo, los parlamentos sólo pueden legislar en favor de unos valores concretos si previamente la sociedad se lo exige. Y la mayoría de los individuos de la sociedad actual aceptan la situación presente. En muchos casos con la esperanza de emular el mito. En otros por el miedo a que no haya empresarios que les empleen. O simplemente porque estando en una posición relativamente cómoda, temen perderla si se diera un cambio en las prioridades sociales. Es más fácil creer en los expertos bien pagados. La falta de pensamiento libre propia del hedonismo mal entendido, consumista y culturalmente dócil, impide una reacción.

Pero también en esta forma popular de decidir (o de no hacerlo) tiene una gran influencia el sistema de incentivos de nuestro modelo económico y la forma de educarnos en el mismo. Somos educados con la prioridad de la eficiencia servil, útil a quien pague. Toda la educación, no sólo la académica, gira en torno a la “empleabilidad”, dejando de lado las demás posibilidades de una razón autónoma. Se trata de una forma de vida condicionada en última instancia por la llamada “psicología industrial” que selecciona al personal en las entrevistas de trabajo, y a cuyos criterios deberá responder el futuro adulto. Y esto supone que somos educados por y para una forma de vida basada en la indiferencia competitiva.

El radical desarraigo que exige la sociedad de mercado, ya desde la apartada cuna, pasando por la distancia que imponen los problemas económicos de los padres y desembocando en la preparación para la continua falsedad comercial, favorece una personalidad egocéntrica y ansiosa, llena de carencias y falta de autoestima. La cultura comercial, (expresada por ejemplo en la publicidad y en los guiones de la mayoría de las teleseries y películas), es un reflejo de todo esto pero a la vez también es un “recordatorio” de la normalidad vigente, un recordatorio producido por el propio funcionamiento del mercado, con sus mismos códigos, y con el que este se autorreplica en el ideario colectivo, cuando no es propaganda promovida o al menos cribada directamente por los grupos de poder que controlan la mayor parte de esa producción cultural. Las excepciones son abundantes pero al marketing no le importa la disidencia, le basta con la hegemonía.

El sujeto así conformado -casi todos lo somos- puede sentirse relativamente cómodo en un entorno de competitividad laboral y ostentación consumista, pero paradógicamente tiende a las dependencias emocionales espurias y a la sumisión cultural. Y le resultará difícil salir de esta dinámica o incluso apoyar otra política. Sin embargo esa comodidad o conformidad con una sociedad adictiva no deja de ser una forma de habituación tan enfermiza como la llamada “indefensión aprendida”, una adaptación contranatura y alejada de cualquier idea de plenitud. Y en el fondo conduce a la apatía y a la frustración porque se trata de un funcionamiento que apela a los deseos para saturarlos de ofertas, y que juega contra una posible realización personal basada en la libertad de pensamiento, en la elaboración de un criterio propio, en hábitos de acción o creación voluntarias y en una relación auténtica y sincera con otras personas.

La economía actual depende del estímulo y la satisfacción de caprichos pueriles continuamente renovados de modo que no dejen de dar beneficios, y el trabajo para esta producción se articula mediante el miedo a la miseria y a la marginación social. Esto lleva a producir mucho más allá de lo necesario, consumiendo recursos finitos y contaminantes, y sin cubrir nunca por completo lo que sería suficiente para todos. Pero la realidad es que no hay un determinismo economicista en la conducta una vez pasada la satisfacción de necesidades básicas, y es el orgullo lo que nos motiva en función del cumplimiento con los valores comúnmente admirados. En lugar de vincular ese orgullo a la riqueza podríamos adoptar una forma más inteligente de interés por uno mismo basada en el amor propio, en el amor a uno mismo, lo cual incluye necesariamente una relación sana con los demás, y requiere que la sociedad comprenda una responsabilidad con todos sus individuos y con el medio ambiente. Y si la población ha de exigir a los gobiernos que su política sirva a nuevos valores, estamos esencialmente ante un problema ético y cultural. La prioridad es elucidar, acordar, explicar y difundir estos nuevos valores necesarios que deberán defender los poderes públicos.



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