(1/5) El inversor fantasma
(2/5) La ayuda fantasma
A menudo se vende la idea de que la expansión del capitalismo resolverá el problema de la miseria en el mundo llevando consigo el progreso, pero se omite que la población de los países capitalistas sólo se ha beneficiado de ese capitalismo en la medida en que los beneficios se han repartido y los servicios públicos han llegado a todos.
Después de décadas de globalización y de desregulación, (regulación en favor de los inversores), estas políticas económicas que favorecen a los gestores de la oferta consumible han demostrado ser ineficaces para solucionar la miseria. Además, aplazar la solución colocándola como un objetivo distante en el tiempo, como un posible resultado del mercado, es profundamente injusto mientras las personas están sufriendo el hambre ya, ahora, y muchos van a morir esta misma tarde. El colmo de la hipocresía consiste en llamar ayuda a la concesión de créditos a los estados pobres, como si el negocio bancario hubiese sido altruista en algún momento de su historia. Sólo una explotación inmisericorde de los ciudadanos y de los recursos naturales puede generar los intereses a devolver, en los contados casos en que puede. Y algo parecido ocurre con los llamados microcréditos, como denuncia este documental emitido en La 2 de rtve.
Llama la atención la cantidad de personas que están dispuestas a creer en la bondad de la expansión del capitalismo sin atender a la evidencia de que, en realidad, los grandes capitales ejercen un control sobre los mercados que asfixia más si cabe a las economías del tercer mundo. Por un lado los estados ricos, que actúan como capitalistas en el mercado global, impiden a muchos países de economía subdesarrollada exportar sus productos y les imponen la importación de los productos que fabrican las empresas de esos países ricos, o incluso subvencionan a sus empresas para que desbanquen a las empresas locales de los países pobres, (caso del maíz transgénico de EEUU en México, por poner un ejemplo). Por otro lado, las grandes corporaciones, de la mano de instituciones como el FMI, presionan a los gobiernos pobres, a menudo carentes de legitimidad, para que estos gobernantes regulen a su favor. Un ejemplo, es la expropiación de tierras comunales a los campesinos y a las tribus para vendérselas a precio de saldo a inversores multinacionales. Una vez expulsados los productores locales y controlado el mercado, resulta fácil mantener o subir los precios mediante la contención de la oferta. ¿Y qué solución tiene el mercado para quienes no pueden pagar su alimento?
Aun así, hay cierta cantidad de dinero donado desde los países ricos cuya finalidad nominal es paliar las calamidades de la miseria y favorecer el desarrollo. Sin embargo estas ayudas canalizadas a través de instituciones como estados no democráticos y organismos internacionales con la intención de realizar inversiones en el país, han beneficiando sobre todo a una élite corrupta, a los que menos lo necesitaban, a una difusa pléyade de intermediarios y a empresas de los países donantes adjudicatarias de contratos: políticas de oferta entre quienes no tienen nada con que comprar; dinero para unos pocos inversores donde se necesita pan para todos; flujos de capitales que como llegan se van, dejando tras de sí la misma pobreza de siempre, alguna infraestructura inútil y a menudo, el desarraigo de poblaciones movilizadas para favorecer algún macroproyecto internacional. Los estados donantes deberían utilizar esos recursos para implementar una ayuda directa a las personas. Si de lo que se trata es de ayudarles, ¿por qué no se empieza por ahí en lugar de ponerlo como objetivo? ¿Quién ha inculcado el estúpido prejuicio de que dar dinero a las personas no estimula la economía creando riqueza? ¿Acaso el dinero no circularía entre vendedores y compradores locales, todos acuciados por sus necesidades? Alguien que recibe ayuda compra lo que a otro le sobra de su huerta y así este arregla su cocina con ese mismo dinero; a su vez el albañil que cobra ese arreglo compra un traje y el trapero ambulante que se lo vende quizá compre un carro mejor. Así se mueve la economía real, la que beneficia a las personas que lo necesitan. Seguramente alguno de ellos comprará algo a una multinacional y ese dinero acabará en un paraíso fiscal, pero una buena parte de la donación habrá generado actividad.
Otra sandez muy frecuente es eso de que hay que enseñar a pescar en lugar de regalar peces. Dejaremos a un lado el problema de que la caña no se dé sino que se preste a elevado interés, o el problema de que quizá no haya nada que pescar porque previamente se haya degradado el lugar, como en el caso de las costas de Somalia, plagadas de piratas occidentales robándoles la pesca, y contaminadas por vertidos tóxicos de barcos de todo el mundo. Si nos centramos en las donaciones, debemos entender que el dinero no es un fin en sí mismo sino una herramienta: el dinero no se come como los peces y no es ese su final de recorrido cuando las personas tienen necesidades. Entre quienes tienen carencias, el dinero circula y promueve la actividad. Sólo los acaudalados que ya no tienen necesidades personales retienen el dinero mucho más allá de un ahorro previsor: en fondos especulativos que no mueven la economía real pero sí la distorsionan con sus incesantes compraventas provocando burbujas de precios. Si en lugar de invertir sólo a lo grande, poniendo el dinero en los inversores e intermediarios, entregáramos dinero directamente a las personas que tienen necesidades, éstas se convertirían en agentes económicos que con el consumo de las cosas que primeramente necesitan, fomentarían la economía local, evitándonos de paso la corrupción o las comisiones legales de los intermediarios que ahora gestionan la caridad sin conseguir activar su economía. El dinero así repartido generaría la demanda económica que crearía empleos locales para producir lo que la gente democráticamente demande mediante el consumo, lo que cada uno sabe que necesita. Luego ya irían los de la oferta, por sí mismos, desde cualquier lugar del mundo. En contra de lo que sostiene la doctrina oficial, la autonomía económica no puede empezar por la promoción del emprendimiento cuando no hay con qué pagar esa oferta, y los créditos no crean más autonomía sino más dependencia. Sólo quien dispone de dinero en propiedad tiene libertad económica.
Pero incluso esa forma de ayuda directa tendría sus límites mientras los países prósperos apoyen a dictaduras y a gobiernos corruptos para favorecer a sus propios mercaderes, pues este apoyo impide que con el tiempo los países pobres desarrollen las instituciones públicas que verdaderamente puedan desarrollar una gestión económica autónoma y al servicio de la población. Precisamente esta autonomía económica es lo que menos pueden aceptar quienes participan con cierto poder en el funcionamiento del mercado libre, pues su dinámica se basa en intentar controlarlo. Es decir, las políticas de oferta en el mercado no sólo no solucionan nunca la pobreza sino que están en la causa de la misma y la hacen endémica para una parte de la población.
Aplazar la solución del hambre de hoy mismo poniendo esta solución como un objetivo que supuestamente llegará algún día gracias a las políticas de inversión privada, es una forma de aceptar la muerte presente de millones de personas, una muerte evitable teniendo en cuenta los recursos disponibles. Es decir, estamos hablando de exterminio, genocidio económico, y es probable que así se estudie en el futuro, tal y como nosotros vemos ahora el nazismo.
(3/5) El gobierno fantasma
(4/5) El sadismo productivo
(5/5) La insuficiencia del mercado
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(2/5) La ayuda fantasma
A menudo se vende la idea de que la expansión del capitalismo resolverá el problema de la miseria en el mundo llevando consigo el progreso, pero se omite que la población de los países capitalistas sólo se ha beneficiado de ese capitalismo en la medida en que los beneficios se han repartido y los servicios públicos han llegado a todos.
Después de décadas de globalización y de desregulación, (regulación en favor de los inversores), estas políticas económicas que favorecen a los gestores de la oferta consumible han demostrado ser ineficaces para solucionar la miseria. Además, aplazar la solución colocándola como un objetivo distante en el tiempo, como un posible resultado del mercado, es profundamente injusto mientras las personas están sufriendo el hambre ya, ahora, y muchos van a morir esta misma tarde. El colmo de la hipocresía consiste en llamar ayuda a la concesión de créditos a los estados pobres, como si el negocio bancario hubiese sido altruista en algún momento de su historia. Sólo una explotación inmisericorde de los ciudadanos y de los recursos naturales puede generar los intereses a devolver, en los contados casos en que puede. Y algo parecido ocurre con los llamados microcréditos, como denuncia este documental emitido en La 2 de rtve.
Llama la atención la cantidad de personas que están dispuestas a creer en la bondad de la expansión del capitalismo sin atender a la evidencia de que, en realidad, los grandes capitales ejercen un control sobre los mercados que asfixia más si cabe a las economías del tercer mundo. Por un lado los estados ricos, que actúan como capitalistas en el mercado global, impiden a muchos países de economía subdesarrollada exportar sus productos y les imponen la importación de los productos que fabrican las empresas de esos países ricos, o incluso subvencionan a sus empresas para que desbanquen a las empresas locales de los países pobres, (caso del maíz transgénico de EEUU en México, por poner un ejemplo). Por otro lado, las grandes corporaciones, de la mano de instituciones como el FMI, presionan a los gobiernos pobres, a menudo carentes de legitimidad, para que estos gobernantes regulen a su favor. Un ejemplo, es la expropiación de tierras comunales a los campesinos y a las tribus para vendérselas a precio de saldo a inversores multinacionales. Una vez expulsados los productores locales y controlado el mercado, resulta fácil mantener o subir los precios mediante la contención de la oferta. ¿Y qué solución tiene el mercado para quienes no pueden pagar su alimento?
Aun así, hay cierta cantidad de dinero donado desde los países ricos cuya finalidad nominal es paliar las calamidades de la miseria y favorecer el desarrollo. Sin embargo estas ayudas canalizadas a través de instituciones como estados no democráticos y organismos internacionales con la intención de realizar inversiones en el país, han beneficiando sobre todo a una élite corrupta, a los que menos lo necesitaban, a una difusa pléyade de intermediarios y a empresas de los países donantes adjudicatarias de contratos: políticas de oferta entre quienes no tienen nada con que comprar; dinero para unos pocos inversores donde se necesita pan para todos; flujos de capitales que como llegan se van, dejando tras de sí la misma pobreza de siempre, alguna infraestructura inútil y a menudo, el desarraigo de poblaciones movilizadas para favorecer algún macroproyecto internacional. Los estados donantes deberían utilizar esos recursos para implementar una ayuda directa a las personas. Si de lo que se trata es de ayudarles, ¿por qué no se empieza por ahí en lugar de ponerlo como objetivo? ¿Quién ha inculcado el estúpido prejuicio de que dar dinero a las personas no estimula la economía creando riqueza? ¿Acaso el dinero no circularía entre vendedores y compradores locales, todos acuciados por sus necesidades? Alguien que recibe ayuda compra lo que a otro le sobra de su huerta y así este arregla su cocina con ese mismo dinero; a su vez el albañil que cobra ese arreglo compra un traje y el trapero ambulante que se lo vende quizá compre un carro mejor. Así se mueve la economía real, la que beneficia a las personas que lo necesitan. Seguramente alguno de ellos comprará algo a una multinacional y ese dinero acabará en un paraíso fiscal, pero una buena parte de la donación habrá generado actividad.
Otra sandez muy frecuente es eso de que hay que enseñar a pescar en lugar de regalar peces. Dejaremos a un lado el problema de que la caña no se dé sino que se preste a elevado interés, o el problema de que quizá no haya nada que pescar porque previamente se haya degradado el lugar, como en el caso de las costas de Somalia, plagadas de piratas occidentales robándoles la pesca, y contaminadas por vertidos tóxicos de barcos de todo el mundo. Si nos centramos en las donaciones, debemos entender que el dinero no es un fin en sí mismo sino una herramienta: el dinero no se come como los peces y no es ese su final de recorrido cuando las personas tienen necesidades. Entre quienes tienen carencias, el dinero circula y promueve la actividad. Sólo los acaudalados que ya no tienen necesidades personales retienen el dinero mucho más allá de un ahorro previsor: en fondos especulativos que no mueven la economía real pero sí la distorsionan con sus incesantes compraventas provocando burbujas de precios. Si en lugar de invertir sólo a lo grande, poniendo el dinero en los inversores e intermediarios, entregáramos dinero directamente a las personas que tienen necesidades, éstas se convertirían en agentes económicos que con el consumo de las cosas que primeramente necesitan, fomentarían la economía local, evitándonos de paso la corrupción o las comisiones legales de los intermediarios que ahora gestionan la caridad sin conseguir activar su economía. El dinero así repartido generaría la demanda económica que crearía empleos locales para producir lo que la gente democráticamente demande mediante el consumo, lo que cada uno sabe que necesita. Luego ya irían los de la oferta, por sí mismos, desde cualquier lugar del mundo. En contra de lo que sostiene la doctrina oficial, la autonomía económica no puede empezar por la promoción del emprendimiento cuando no hay con qué pagar esa oferta, y los créditos no crean más autonomía sino más dependencia. Sólo quien dispone de dinero en propiedad tiene libertad económica.
Pero incluso esa forma de ayuda directa tendría sus límites mientras los países prósperos apoyen a dictaduras y a gobiernos corruptos para favorecer a sus propios mercaderes, pues este apoyo impide que con el tiempo los países pobres desarrollen las instituciones públicas que verdaderamente puedan desarrollar una gestión económica autónoma y al servicio de la población. Precisamente esta autonomía económica es lo que menos pueden aceptar quienes participan con cierto poder en el funcionamiento del mercado libre, pues su dinámica se basa en intentar controlarlo. Es decir, las políticas de oferta en el mercado no sólo no solucionan nunca la pobreza sino que están en la causa de la misma y la hacen endémica para una parte de la población.
Aplazar la solución del hambre de hoy mismo poniendo esta solución como un objetivo que supuestamente llegará algún día gracias a las políticas de inversión privada, es una forma de aceptar la muerte presente de millones de personas, una muerte evitable teniendo en cuenta los recursos disponibles. Es decir, estamos hablando de exterminio, genocidio económico, y es probable que así se estudie en el futuro, tal y como nosotros vemos ahora el nazismo.
(3/5) El gobierno fantasma
(4/5) El sadismo productivo
(5/5) La insuficiencia del mercado
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