El resultado del actual modelo económico es un funcionamiento irracional según el cual llamamos “beneficio” a lo que no es sino un coste inasumible, llamamos ”aprovechamiento” de los recursos naturales a su desperdicio, y lo que entendemos por “ambición” deriva en embrutecimiento y decadencia.
1. Los beneficios son costes
Llamamos “beneficios”, con independencia de quien sea el beneficiado, a lo que para casi todos no es sino un coste: el coste que paga la sociedad por retribuir al capital privado de modo que este tenga interés en invertir en el sistema productivo que nos emplea, nos asalaria y nos provee. Aun así, hasta aquí puede sonar razonable. La ganancia colectiva en forma de producción derivada de este funcionamiento parece justificar el mencionado coste, y hace tolerable la convención humana de la propiedad privada e incluso cierto grado de desigualdad. Pero el problema se desboca cuando este coste del capital sobrepasa cierto punto a partir del cual tiene el efecto contrario y redunda en pérdida colectiva.
¿Y cuándo ese coste, (ese dividendo), no genera un retorno útil para la sociedad y, por el contrario, se vuelve un incentivo perverso que remunera un capital inútil o dañino? Esto puede observarse cada vez que a los dueños del dinero excedentario les resulta más rentable la inversión especulativa, basada en la compraventa de títulos de propiedad de empresas ya instaladas, en lugar de dedicarlo a erigir (o a mantener) una empresa propia. Cuando los ahorros prefieren fondos de inversión, derivados financieros o simplemente préstamos a estados y a particulares con interés prefijado lo que ocurre es que el proceso de acumulación ya no pasa por la condición de producir algo útil, y en lugar de ello crecen las burbujas de precios, la concentración de la riqueza y la exclusión social. O dicho de otra manera, el coste de retribuir al capital privado no cumple una función social sino que es pernicioso en la medida en que la banca sea un negocio rentable por sí mismo y no un mero servicio público para facilitar una asignación cabal de recursos excedentarios, (dando prioridad a criterios éticos o de previsión social), o al menos algo parecido a la banca islámica (en la que prestamista y prestatario comparten el riesgo).
Se trata de una disfunción según la cual el flujo económico actúa contra la prosperidad general y desequilibra el conjunto. Resulta muy agradable para la minoría enriquecida ya que le facilita acumular más dinero por el mero hecho de tenerlo. Pero también es un funcionamiento que todos toleramos al sentirnos cotitulares del derecho y de la posibilidad de enriquecernos sin límite. Y esto nos lleva más allá de los límites económicos del sistema, (con sus burbujas explosivas en una asignación de recursos desquiciada), y nos adentra en los límites que plantea el marco natural en el que tiene lugar todo el proceso.
2. El aprovechamiento como desperdicio
Podemos considerar que en general todos formamos una especie de empresa que se sirve de los recursos naturales para producir. En conjunto actuamos como copropietarios (o más bien usufructuarios) de un capital natural al que intentamos sacar partido para vivir. Se trata de un comportamiento común a todos los seres vivos y cuya dinámica da forma a lo que llamamos naturaleza. Pero al igual que ocurre con los costosos beneficios privados, hay un punto a partir del cual el coste ecológico de explotar los recursos no revierte en la mejora de la vida, no realimenta sus ciclos, sino que socava su futuro. A partir de este punto el aprovechamiento no es tal sino una ilusión de la mente que sólo requiere del paso del tiempo para que se tope con los límites de su lógica acomodaticia, puerilmente conveniente a corto plazo pero finalmente dañina.
¿Y cuándo el aprovechamiento de los recursos naturales pasa a ser una siembra de desastres futuros? Este uso paradójico puede observarse cuando un proceso productivo o extractivo genera unas exteranalidades negativas que no se compensan completamente, es decir, cuando vertemos a la biosfera algo que esta no puede reciclar al mismo ritmo en que se vierte, o cada vez que contribuimos al desequilibrio de los parámetros naturales de los que dependemos. (Un buen ejemplo es el emergente fracking, con sus daños perpetuos a cambio de unos pocos años de energía; o las centrales nucleares, cuyos residuos nos dejarán un coste de mantenimiento muy superior al beneficio obtenido con ellas, sin contar con la devastación irreparable que provoca cualquier fallo; o las emisiones de CO2 a la atmósfera a las que no sabemos renunciar).
¿Y no podemos excluir de nuestro modelo económico toda forma de producción que genere esos efectos? Es difícil rechazar o limitar cualquier forma de negocio, por muy insostenible que sea, cuando las deudas y sus intereses están desproporcionadamente protegidas en comparación a los derechos sociales. Las fortunas acumuladas en competencia por su rentabilidad, convertidas en alguna forma de préstamo, exigen un incremento continuo del trabajo humano y mecánico en el sistema productivo que transforma y manipula todo, para sostener o acrecentar el (abstracto) valor de lo ahorrado. El empleo se mantiene escaso y así cualquier tropelía se justifica con facilidad si ofrece algún empleo. A esto se añade un inmensa inversión para fomentar el consumo por sí mismo, y para promover entre la población ese afán de enriquecimiento ilimitado mencionado más arriba, esa esperanza de poder ser uno de los afortunados privilegiados. Lo cual nos saca de esta excursión por la naturaleza y nos plantea una incursión en nosotros mismos.
3. La ambición inferior
Nuestra ambición económica nos proporciona satisfacción vital cuando nos lleva a cubrir las necesidades, nos hace la vida más fácil y amplía nuestras posibilidades. Pero con esta aspiración ocurre algo parecido a lo mencionado para los beneficios o para el aprovechamiento de los recursos. La satisfacción que nos proporciona aumenta al principio, para decrecer o incluso volverse frustración de posibilidades mejores a partir de cierto grado de ambición.
Para ilustrarlo podemos empezar por fijarnos en lo más básico, aquello con lo que la mayoría de las personas ya ha experimentado. Se conocen como bienes inferiores aquellos que se demandan menos precisamente cuando aumentan nuestros ingresos. A medida que nuestra renta es más capaz de cubrir las necesidades elementales, tendemos a valorar menos esa clase de bienes básicos (como los alimentos tradicionales) en favor de otros más prestigiados. Esos bienes inferiores ya no nos producirán la misma satisfacción o incluso nos decepcionarán.
Pues bien, de igual modo hay un punto a partir del cual el incremento económico mismo tiene un "rendimiento" marginal decreciente en términos de satisfacción para las personas, y por tanto podría considerarse como un bien inferior. La satisfacción de pasar de no tener comida a poder comer todos los días es mayor que la diferencia entre poder comer todos los días y poder hacerlo cada día en el restaurante que nos plazca. La satisfacción de pasar de no tener casa a tener una casa es mayor que la diferencia entre tener una casa y tener tres. Y llega un momento en que la riqueza acumulada no aporta ninguna satisfacción añadida por sí misma e incluso es imposible aprovechar todo lo que puede ofrecernos (por las limitaciones de nuestro tiempo y de nuestras energías personales).
A pesar de esto, hoy en día se da la paradoja de que pasada la suficiencia económica podemos poner aún más ímpetu en la búsqueda de acumulación. Sin embargo esto no deja de ser algo parecido a lo que ocurre con cierta variedad de los bienes inferiores, los llamados bienes de Giffen. Para entenderlo veamos primero cómo funcionan estos últimos.
Los bienes de Giffen son bienes inferiores que tienen un comportamiento contrario al habitual en el mercado de modo que su demanda disminuye cuando baja su precio y crece precisamente cuando su precio aumenta. El ejemplo clásico es el de los alimentos básicos en situaciones en las que resulta difícil sustituir unos por otros, (lugares muy pobres, posguerras, etc.): al encarecerse por alguna circunstancia sobrevenida no dejan margen para el consumo de bienes más caros y esto provoca un paradójico aumento de su demanda.
Algo similar es lo que ha ocurrido con la vivienda, un proceso en el que este bien básico se demandó más cuando se encareció y cuya demanda ha bajado ahora que es más barato. En el momento en que fueron mayores las dificultades para acceder a este bien básico su compra fue más ansiada por quien preveía su necesidad aunque no tuviese dinero, (entrando en el endeudamiento). A este proceso se unió aquel capital excedentario, cuyo comportamiento especulativo suele ser similar al comportamiento de Giffen (aunque la teoría económica los desvincule), ya que aumenta la demanda de aquello que se está encareciendo, en este caso por la expectativa de una buena venta en el futuro. (Esta convergencia entre especulación y conducta de Giffen es inherente al capitalismo globalizado y tiene consecuencias más dramáticas en los países empobrecidos). Al tratarse la vivienda de un bien básico difícilmente sustituible (sobre todo cuando el alquiler resulta aproximado a las cuotas de una hipoteca), tanto los que la necesitaban como los especuladores dieron por hecho que su precio se pagaría aunque aumentase bastante más allá de lo razonable. Así unos no dudaron en endeudarse para anticipar su compra antes de que aumentara el iniciado proceso de encarecimiento, y otros invirtieron en ese bien con buena expectativa inflando su valor. |
De modo parecido el desarrollo económico mismo sufre un proceso de sobrevaloración motivado por la restricción del acceso al mismo, por su mala distribución entre el conjunto de la población, y por la obsesión economicista que esto nos provoca. A mayor posibilidad de exclusión social mayor será el sentimiento de inseguridad que nos mantendrá ocupados y distraídos con la ambición económica, habrá una mayor demanda de crecimiento económico. Es lo que podríamos llamar la ambición de Giffen: cuanto más se nos dificulta el acceso a los recursos económicos mayor es la valoración general de los mismos, la necesidad de acumularlos y la obsesión general por hacerlo; cuanto más se nos encarecen las condiciones materiales mayor es su demanda.
La actual desigualdad en el acceso a los recursos incentiva nuestra equivocada sobrevaloración del crecimiento económico. Además está en el origen de la pobreza, conlleva una gran cantidad de patologías sociales, y fomenta el exceso de poder político de una minoría enriquecida. Este exceso de poder es especialmente importante porque, a su vez, retroalimenta la apuesta por el mismo modelo mediante su enorme influencia en la elaboración de las normas que determinan cómo se redistribuye la riqueza, y mediante una inmensa promoción de la ideología del enriquecimiento ilimitado que ha permeado toda la sociedad, especialmente con el auge del neoliberalismo desde finales de los años 80. Con ello el desequilibrio en el acceso a los recursos ha llegado incluso más lejos de lo que comunmente suele pensarse. El poder político de la riqueza concentrada en pocas manos ha impuesto una desigualdad extrema, y con ella la sociedad se ve tensada y hostigada para acrecentar una producción que va más allá de lo necesario para todos sin que eso implique acabar con la pobreza, (utilizada como instrumento), y que va mucho más allá de lo sostenible.
En realidad, pasado cierto nivel de satisfacción y de seguridad material, la demanda de nuevos recursos económicos disminuiría de no ser por el chantaje social de la pobreza y de la desigualdad. Si muchas personas siguen buscando siempre una mayor acumulación aunque ya no la necesiten, y si la sociedad en general busca siempre un mayor crecimiento económico, aun a costa del futuro común, ya no se hace tanto movidos por una necesidad real de más bienes materiales como en función de necesidades psicológicas surgidas del temor, de la vergüenza o de la vanidad: el temor a la posibilidad de verse excluido individualmente en el futuro, (puesto que el crecimiento no llega a todos, no se distribuye equitativamente, y así la suficiencia económica se hace “cara” a nuestros ojos), y la vanidad de ascender en el juego de la posición social, (vinculada en nuestra cultura al poderío económico que escapa de aquella pobreza, y que puede jugar con quienes permanecen en ella, dependientes de quienes tienen dinero).
La realidad es que, lograda cierta seguridad económica, el propósito de acumular más deja de ser el óptimo vital; deja de ser lo mejor que podemos hacer con nuestro tiempo y con nuestras energías. La plenitud vital, la autorrealización, la satisfacción con uno mismo o simplemente el grado de aprecio a la propia vida dependerán de otros factores cada vez menos relacionados con la acumulación económica y más con la vivencia psíquica, algo más asociable al hacer que al tener, más cercano a los hábitos personales y a alguna forma de “artesanía” ejercitable y mejorable que a la mera posesión de bienes. De hecho quien lucha por enriquecerse a menudo valora más esa actividad de ir ganando que la riqueza en sí, en una vivencia próxima a la ludopatía. La alternativa pasa por elegir actividades sanas, que nos proporcionen satisfacción por sí mismas, por su ejercicio y por su valor intrínseco, y no por la fruición espuria de acumular el poder salvífico del dinero.
La sociedad del crecimiento debe dejar paso a la sociedad de la madurez. Pasado cierto grado de satisfacción material, lo que cuenta no es cuánto se nos anota en la convención social de la propiedad sino, más bien, cómo se vive, cuál es tu vivencia y tu grado de apasionamiento en lo que haces. |
4- Distensión social
¿Es posible dar este paso? Si el abandono del crecimiento (o de ciertas formas de crecer) genera paro y exclusión social no es por un imperativo matemático sino por una mala distribución de lo que se produce y del trabajo necesario para ello. ¿Pero cómo podríamos distinguir ese inconcreto punto a partir del cual la economía deja de ser lo más determinante y por tanto ya no puede ofrecer una mejora sustancial a la vida sino que, al contrario, la dedicación a ella nos roba el tiempo necesario para actividades mejores y nos priva así de un futuro mejor? ¿Y Cómo hacer de ello un parámetro con utilidad para la organización social? Aunque en este caso el punto de inflexión puede parecer subjetivo, el condicionamiento social que lleva al exceso actúa a través de procesos concretos e identificables. Podemos rastrear este exceso en la normativa económica que nos impide la libertad de conformarnos: el problema surge cuando es la presión social la que, por medio de esta normativa, mueve nuestra ambición económica y no lo es ya ni la necesidad ni una satisfacción genuina.
Por tanto, la primera clave para poder madurar otra forma de vida y para eludir los excesos financieros, ecológicos y laborales es desterrar la exclusión social mediante una garantía colectiva en la provisión de bienes básicos, (o en la provisión pública de un mínimo trabajo que dé acceso suficiente a los mismos). Esta provisión evitaría la sobrevaloración mencionada, (la conducta de Giffen), que lleva a una obsesión materialmente especulativa y psicológicamente empobrecedora.
La aceptación de la exclusión social como posibilidad nos limita personalmente (por el miedo, por la ansiedad, por la distracción economicista y por la falta de tiempo libre a la que nos lleva) además de forzar con ello la irresponsabilidad financiera y a la irracionalidad ecológica. Los procesos mencionados en los dos primeros epígrafes, el de la quimera financiera y el de la ficción de considerarnos desvinculados de la naturaleza, marcan límites a partir de los cuales el crecimiento económico así forzado ya no mejora nuestro futuro sino que este queda hipotecado, degradado, y se ve entorpecido innecesariamente. Pero difícilmente podremos respetar esos límites, (refrenando la maquinaria económica donde sea necesario para ello), si no respetamos también un límite inferior que impida la pobreza y un límite interior que relaje la ansiedad por acumular. Y aquí es donde surge la segunda clave para la maduración social.
¿Qué es el ahorro (o la inversión financiera) en términos de valor para la psique humana? Compra de futuro, de seguridad o de prosperidad para el futuro. Sin embargo el exceso en este celo previsor puede tener el efecto contrario. La suma de una multitud de inversiones financieras particulares en competencia ilimitada por hacerse rentables sin criterios de valor ético o de previsión a largo plazo, trae consigo el efecto paradójico de deteriorar el futuro colectivo (económico y ambiental). Y ese futuro colectivo deteriorado condicionará el porvenir individual tanto o más que la disposición o no de ahorros personales. Es un error basar nuestra confianza en el futuro en el ahorro privado. Lo acertado sería basarlo en una política solidaria y en una economía resiliente, conceptos que implican sentido de comunidad y cooperación social para mejorar las condiciones comunes del futuro. Con ello reduciríamos la necesidad de esa miríada de acumulaciones privadas (que en conjunto funcionan como un automatismo ingobernable e irresponsable); nos liberaríamos de nuestra ansiosa dependencia de esa ambición menor. La realidad es que a mayores bienes comunes y a mayor protección y apoyo social, mayor será nuestra libertad.
La elección de la aspiración económica suficiente sería una mera cuestión de opciones personales, mejores o peores, si no fuera porque el afán de enriquecimiento y la posibilidad de hacerlo sin límites legales está desequilibrando los flujos del sistema económico llevándonos a ese futuro colectivo deteriorado. La concentración de la riqueza en pocas manos, que con ella concentran un creciente poder político, detraen del resto de la sociedad los recursos necesarios para la subsistencia de todos y para poder renunciar a ciertas formas de degradación ambiental. La necesidad financiera de producir cada vez más para sostener el valor creciente de los intangibles capitales ahorrados, y la necesidad social de producir cada vez más para mantener a todo el mundo empleado impiden la mesura en el trato al medio ambiente e impiden a las personas acceder a una vida mejor más allá de las necesidades materiales.
Por tanto, para dar el paso hacia una sociedad de la madurez nos convendría deshacernos de la posibilidad del enriquecimiento particular a partir de algún límite. Habrá que consensuar el mismo pero en todo caso tendría que ser suficiente para impedir tres importantes males de la gran riqueza privada:
1- La desvinculación de todo compromiso con el resto de la sociedad y con el bien común propia de quien ha ganado mucho y se permite creer que podrá eludir privadamente los desastres colectivos.
2- El exceso de poder político que anula la democracia en la elección de los objetivos económicos y sociales. (Partidos endeudados y condicionados por los capitales que les financian, “puertas giratorias”, una capacidad para intentar corromper que no tenemos los demás, la propaganda bien financiada y la promoción académica de sus posiciones, el control de la propiedad de los medios de comunicación, y sobre todo, la posibilidad de presionar a los diferentes estados, como se hace con los proveedores, para que modifiquen sus leyes)
3- La enajenación de los recursos que necesitamos para dotarnos de una suficiencia compartida y para transformar los procesos productivos hacia una economía realmente sostenible ambiental y socialmente, (economía circular y reparto del trabajo)
La desigualdad pende de dos extremos que en la actualidad tensan la sociedad y la biosfera de un modo sin parangón en la historia, y si queremos tener un futuro humano, tendremos que relajar esa tensión.
En contra de lo que suele darse por hecho, lo que en adelante se valore como un país admirable o envidiable puede no estar asociado al éxito económico. Éste, buscado por sí solo, pasaría a ser considerado como un signo de embrutecimiento. El desarrollo económico ya no es una utopía sino algo posible, factible, sin misterio ni valor especial, una mera opción (que sólo las condiciones políticas impiden ejercer en muchos lugares del planeta) pero que llevada a su máxima expresión conduce al deterioro del futuro y limita la vida las personas. En un nuevo tiempo, en el que los méritos de la cooperación se abran paso sobre la rivalidad, la ventaja será tener un país ecológicamente próspero, (biodiverso, atractivo, saludable), y una población cultivada.
Justo lo contrario de lo que está haciendo ahora el retro-gobierno español con su esperpéntica reforma de la ley de costas, con su infame “tasa de respaldo” para gravar el autoconsumo de energía renovable, con su embrutecedora reforma laboral o con sus recortes en los servicios públicos esenciales entre el intocable y abusivo coste de retribuir a los grandes capitales, apenas fiscalizados.
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“Una sociedad desigual es una sociedad ansiosa, fácilmente entregada a ese “consumo posicional” que tan poco aporta a la felicidad general pero que contribuye significativamente a una producción insostenible.”
“La prosperidad consiste en nuestra capacidad para desarrollarnos como seres humanos, dentro de los límites de un planeta finito”
Prosperidad sin crecimiento, Tim Jackson, 2009
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- Autolimitación de la riqueza: Una propuesta
- La propuesta: crear un registro público y voluntario de autolimitación de la riqueza como forma de combatir la legitimación social de la desigualdad. ¿Te gustaría colaborar con esta idea?
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- Desigualdad económica en América Gráfico animado (6min)
- Concentración de la riqueza y exceso de poder político
- La Economía Circular y sus escuelas de pensamiento
Resultado del sondeo en la Asamblea Virtual del 15m en el que se planteaba la lucha contra la desigualdad, la limitación de la riqueza y la autolimitación de la misma:
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Sólo el 0,7% de la población mundial tiene un patrimonio superior al
millón de dólares, pero esa minoría posee un escandaloso 41% de la
riqueza mundial:
Fuente: https://publications.credit-suisse.com/tasks/render/file/?fileID=BCDB1364-A105-0560-1332EC9100FF5C83 |