Que el desastre nuclear de Japón no pase de lo que es a fecha de hoy. Basta con ver lo que podría llegar a ser. Basta ver la aprensión que ahora siente todo el mundo. Podría interpretarse como el Hiroshima del crecimiento competitivo, que en la era moderna ha sustituido la guerra entre naciones por una obsesiva competencia entre estados. Estos son incapaces de resistirse a cualquier oportunidad de crecer y subir un puesto en el ranking internacional. Cualquier cosa que sirva para el crecimiento del PIB se adopta y se considera irresponsable no hacerlo. Crecer es un imperativo insoslayable para el que hemos de estar dispuestos a correr cualquier riesgo y cualquier sacrificio laboral, como antaño había que estar dispuesto a morir por la patria en la guerra contra el vecino. Así la ciencia que podría traer bien a la humanidad se vuelve una herramienta descontrolada y peligrosa al servicio de una obsesión, como un arma en manos de un loco incapaz de pararse a pensar en las consecuencias de lo que hace más allá de lo que le arrebata. Los estados no saben decir “no” a algo que traiga algún crecimiento a sus economías, aunque fuera provisional, a corto plazo. Si hay que esquilmar montañas, se hace, (canteras sin fin, pistas de esquí, urbanizaciones, lo que sea). Si hay que correr riesgos, se corren, (centrales nucleares, térmicas que calienten el planeta). Que sean los demás los que paren de contaminar, que nosotros, pobrecitos, sólo somos la novena potencia mundial. Si hay que sostener dictaduras, no hay problema, allí no se juega ningún voto. Si hay que favorecer la desigualdad para que la gente se espabile y, por miedo al paro, acepte cualquier servidumbre laboral, pues se hace, ¿para qué es nuestra gente si no es para producir? Se bajan impuestos a los ricos, se eliminan prestaciones sociales y todos a mover el culo. ¡Menuda danza macabra!
No hace falta que llegue a más. Debería interpretarse como el fin de una época, de una forma de guerra, el fin de la competencia sin límite entre estados. Debería dar inicio a una colaboración que limitara la competición a lo razonable, a unas empresas supeditadas a unas leyes comunes garantes del bien común. Si Einstein viviera hoy, otra vez volvería a sentir pesadumbre por el uso dado a sus descubrimientos.
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