16 dic 2014

El gobierno ya es historia

El presidente del gobierno español ha dicho que “la crisis ya es historia”. Es probable que después le hayan apuntado discretamente que quizá alguien esté un poco molesto por sus declaraciones, quizá algún padre de esos niños empobrecidos de nuestro país. Pasados unos días ha matizado que la crisis sí pero que las “secuelas” de la misma todavía no han pasado. De ese modo, aun con la corrección, deja claro que la crisis de la que hablan no es la penuria económica de millones de personas. Queda claro que la crisis no consiste en que muchos dependan de míseros subsidios, (esa ayuda cicatera que se aprueba a la par que se da por zanjada la crisis). Queda claro que ese sufrimiento no lo consideran una crisis sino un efecto colateral de la misma. Quienes no pueden emanciparse ya no podrán esperar que la lucha contra la crisis les otorgue más posibilidades. Ya ha terminado y ahí siguen los desahucios, el paro y la exclusión social. Todos ellos tendrán que esperar a la lucha contra las “secuelas”. Una vez más nos han mostrado qué es lo que se considera “crítico” y qué es lo subordinado, lo que se puede sacrificar. Las personas y el medio ambiente del que dependemos se supeditan a la recuperación de los dividendos de quienes ya viven bien, a los intereses de quienes “invierten” en préstamos sin riesgo, y sobre todo, al crecimiento económico (o antieconómico).

La doctrina dice que sin crecimiento nuestro sistema productivo no puede ofrecer a todo el mundo el sustento material necesario para una vida autónoma. ¿Pero de verdad hay alguien tan cándido como para creerse esto? ¿No es un claro dogma político? En lugar de compartir mejor el trabajo y sus frutos, un montón de gente humilde ha rescatado a quienes financian a los partidos, y ahora un ejército de trabajadores permanece en la reserva ansioso por arrojarse a los pies del primer inversor que ofrezca un contrato de cero horas. Ante esto el presidente representante espera que todos gritemos con él ¡Albricias!, la crisis ya es historia. Luego se girará hacia sus amigos y dirá:

¡Inversores! ¡Mirad la nueva zona en ruinas con todos aquellos menesterosos rebuscando en la basura! ¡Adelante! A falta de nuevos solares, hemos quemado otra parte del mundo para que podáis renovar el progreso. ¡El progreso!

 
Y ante la mención de este sumo hacedor (de invisible manufactura) los demás inclinamos la cabeza sobre nuestro trabajo imaginando el rutilante futuro, mil veces anunciado, mientras luchamos por evitar la zona más quemada.

Pero explicar a los trabajadores… 

Pero convencer al proletariado de que la palabra que se les inoculó es perversa, de que el trabajo desenfrenado al que se entregó desde comienzos del siglo es la calamidad más terrible que haya jamás golpeado a la humanidad, de que el trabajo sólo se convertirá en un condimento de placer de la pereza, un ejercicio benéfico para el organismo humano, una pasión útil para el organismo social en el momento en que sea sabiamente reglamentado y limitado a un máximo de tres horas por día, es una tarea ardua superior a mis fuerzas.
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A medida que la máquina se perfecciona y quita el trabajo del hombre con una rapidez y una precisión constantemente crecientes, el obrero, en vez de prolongar su descanso en la misma proporción, redobla su actividad, como si quisiera rivalizar con la máquina. ¡Qué competencia absurda y mortal!
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Todos nuestros productos son adulterados para facilitar el flujo y reducir las existencias.
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Los proletarios, prestando atención a las falaces palabras de los economistas, se han entregado en cuerpo y alma al vicio del trabajo, contribuyendo con esto a precipitar la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción que trastornan el organismo social. Entonces, como hay abundancia de mercancías y escasez de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las poblaciones obreras con su látigo de mil correas.
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Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara (...) para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo...
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¡Oh Pereza, apiádate de nuestra larga miseria! ¡Oh Pereza, madre de las artes y de las nobles virtudes, sé el bálsamo de las angustias humanas!

El derecho a la pereza (1880) Paul Lafargue

Por alguna extraña razón, en los albores del nuevo siglo se nos vendió la idea de progreso a través de un capitalismo decimonónico que nació con su fracaso social como parte disimulada de su propia rutina. Tras el último golpe cabría decir que “ya es historia”, definitivamente. Pero parece ser que desastres sociales como los que justificaron la caída del muro de Berlín no sirven para que sus restos caigan ahora hacia el otro lado, derribando esa
Plantemos sobre los muros
lógica definitivamente. Sus acartonados representantes siguen ahí, al frente de las potencias mundiales, alternando siglas para disimular lo que permanece, lo que les une en el fondo. La competición internacional en pos del crecimiento económico, público o privado, va encendiendo todas las alarmas de la naturaleza y de la sociedad, y en ellas se nos dice: Exit, salid o echadles. A los ojos del público paciente estos gobernantes ya son historia, pero continúan como prebostes de un tiempo caduco, reivindicando la tierra quemada con la sonrisa culpable y el orgullo falso de quien apaga el fuego que él mismo prendió.
 

Ni el siglo XIX ni el siglo XX pueden ser ya referentes válidos. Cualquier opción que no pase por reducir el tamaño actual de nuestra economía para buscar su escala óptima, no será un avance sino un claro retroceso, una conducta de evitación ante la complejidad de los nuevos retos. Ahora necesitamos pensar en la forma; el crecimiento “ya es historia”. Avanzar hacia una Economía del Estado Estacionario no implica renunciar al progreso tecnológico sino gobernarlo en favor de la autonomía de las personas, sin exclusión, y en favor de la sostenibilidad futura, en lugar de dejarnos llevar como si sólo fuéramos una costosa pieza en un proceso autorregulado. Ya no nos servirá que quien recoja el testigo de los gobiernos acabados nos diga: nosotros reconstruiremos este erial porque nosotros somos mejores constructores.

Constructores...

Va quedando cada vez menos tierra, y quizá algún día tendrán que decir, altivos entre las ruinas y la ceniza: El colapso ya es historia. Lo que veis son sólo secuelas.


El crecimiento antieconómico

Todo esto me ha recordado una estupenda serie de artículos de Javier Rodríguez Albuquerque en La Marea:


“Que no nos digan que somos utópicos, porque la utopía es precisamente empecinarse en mantener el pleno empleo a 40 horas semanales, cuando enormes fábricas automatizadas emplean 10 operarios donde antes se ocupaban un millar. (...) Se necesita un cambio de mentalidad, el abandono de los valores puritanos laboralistas del protestantismo nórdico, que si bien fueron útiles para realizar la Revolución Industrial, ahora, se han convertido en la causa del paro”.

Del paro al ocio (1983) 
Luis Racionero

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4 comentarios:

surcos dijo...

Simplemente fantástico. Gracias

Camino a Gaia dijo...

Con cientos de esclavos energéticos por cabeza aún seguimos manteniendo la misma condición de esclavitud para el ser humano. Al fin y al cabo el capitalismo no es el modelo donde los esclavos sueñan con ser libres, sino con ser amos.

Javier Ecora dijo...

@Surcos, gracias. Esto sólo ha sido un eco que habrá que extender, cada uno como pueda.

Javier Ecora dijo...

@Camino a Gaia
Muy acertado. No se puede decir mejor con menos palabras.

Hoy en día el trabajo consiste en activar y controlar esos esclavos energéticos utilizándolos mucho más allá de lo necesario para la subsistencia de todos. Y aun con una disponibilidad decreciente, seguiremos usándolos durante demasiado tiempo. Las consecuencias ambientales de esta sobre-producción se marginan en relación a problemas falsos, como el desempleo y la falta de crecimiento.

Negarnos a repartir adecuadamente el trabajo y las rentas cuando la productividad crece, nos condena a buscar un crecimiento infinito para mantener el empleo constante. Así el trabajo y la producción no se conciben como costes, necesarios hasta cierto punto, sino como fines por sí mismos. Se maximiza el flujo en detrimento del capital natural. Aquí entran en juego las dos variables que has mencionado: el modelo (capitalista) y las ambiciones (mediocres).

Por un lado tenemos un condicionamiento sistémico en la amenaza de exclusión. Todas las tropelías ecológicas de la producción quedan justificadas porque hay una parte de la población sin trabajo y sin rentas, y porque, como un reflejo de esa miseria, identificamos el progreso con una producción creciente. Para poder conformarnos en lo económico y valorar otras cosas es imprescindible un reparto eficaz del trabajo y de sus frutos, que nadie deba temer la penuria, dotarnos de una garantía de inclusión básica.

Por otro lado, mientras el trabajo, el poder, la riqueza y el consumo sigan siendo la fuente de legitimidad moral, el centro de nuestra valoración social y de nuestras aspiraciones, será difícil optar por un reparto suficiente de los mismos y todo el mundo buscará acapararlos en lugar de valorar más el tiempo libre, la cultura, la política, la vida social y el ocio creativo.